Por Cristina Maruri
Cuando planifico un viaje, lo hago con la maleta cargadita de pasión, de ilusión; como si fuera un niño al que cualquier descubrimiento le produce una convulsión de alegría, porque todo resulta aprendizaje y novedad.
Esa es la actitud que pretendo albergar, cuando me subo al avión y cuando, tras largas horas, me bajo de él.
En Seúl me estaban esperando: un amigo que me acompaña a dejar el equipaje y acto seguido a cenar.
A pesar de las horas trascurridas, no estaba yo para perderme una estupenda barbacoa, en establecimiento de moda muy animado, ni tras ella, una sesión de Karaoke coreano (cuyo formato dista mucho del nuestro), y en el que terminamos emulando a Frank Sinatra, en My Way a dúo. Aunque en honor a la verdad y en aquel habitáculo, distorsionamos un tanto su canción.
El paseo por la zona de Hongdae, disfrutando de K POP, TIKTOK y GANGMAN, fue el broche de oro antes de ducha y descanso, para a la mañana siguiente, coger el autobús que, en contratado tour, me llevaría a la DMZ (Zona desmilitarizada).
Hay varias opciones para la visita, que en ningún caso puede realizarse de manera individual, ya que son agencias autorizadas las que únicamente obtienen dicho permiso. De entre las opciones, elegía la de un día, no media jornada, y, sin almuerzo. De costo 85.000 wones, unos 60 euros.
Un vehículo de nueve plazas de alta gama y recién estrenado, nos fue recogiendo por los hoteles, hasta reagruparnos en el autobús. De muy distintas nacionalidades, sumábamos 31 los que arrancamos para, tras un trayecto de poco más de una hora, y en el que muy nos dieron un barniz sobre la historia reciente de Corea; llegamos a un gran parking, con zona comercial y circo incluidos. Lo de la zona comercial podía encajarlo, por los recuerdos, y las necesidades de restauración o de acudir a los servicios.
Pero ver tiovivos, cochecitos, y lucecitas de colores, en un entorno de tanto recogimiento y sentimiento, no lo acababa de situar, la verdad, y eso que eran horas tan tempranas, que todavía el circo no se había puesto en marcha.
Tras unos minutos de tiempo libre, nos volvieron a reagrupar, para iniciar la visita.
El día se vestía totalmente de gris, cielo y tierra, y es que a salvo el extemporáneo circo, para mí todo allí lo era, y hacía juego con mis sentimientos. Cierto es que el otoño intentaba invertirlo, tornasolando las hojas de los arboles hacia ocres y amarillos, pero inevitablemente era el gris quien imperaba.
Pudimos contemplar monumentos en los que los coreanos solicitaban, desde almas, esperanzadas y mortificadas, la reunificación; mientras veneraban a los caídos en su guerra. Una de tantas, que avergüenzan la historia de la humanidad, antigua, reciente y actual. También escuchamos sus canciones, que no eran sino un melódico y perpetuo lamento.
Pudimos ver un desvencijado puente clausurado, vías oxidadas bajo una locomotora en desuso, y muchos deseos, escritos en lacitos que se anudaban las gigantescas e interminables alambradas.
Tienda de regalos, postales para enviar y la escultura de dos mujeres sentadas, acompañadas por sendas sillas vacías.
Si hasta entonces no te ha calado hasta los huesos la pena, contemplarlas lo consigue. Representan a dos madres. Una, por cada corea. Y la silla vacía aneja, es la que guardan para el regreso de sus respectivos hijos.
Y nuevamente al autobús, para transitar por “la zona”. Esa franja extensa que se supone libre de armas y de guerras y en la que solo parecen percibirse río y páramos. Pero hay barreras y petición de pasaportes. Militares que nos abordan y nos escrutan. El omnipresente gris, que se mantiene, al igual que la calma tensa, que el presentimiento militar y bélico.
Y no solamente lo dicen las zonas de control, sus uniformes, sus torres vigía. También se hace permeable en el observatorio, desde el cual y a través de potentes tomavistas con pantallas de video incluidas, alcanzamos la visión de Corea del Norte.
Su bandera y sus edificios, en ciudades desocupadas, totalmente vacías, sin rastro de vida, pero que sirven como propaganda. También se divisan montes ralos y amarronados, muy diferentes de los tupidos bosques de la parte sur, si los comparamos. Nos aclaran que, a causa de la necesidad de leña y calor, sus paupérrimos habitantes han hecho desaparecer en ellos, cualquier rastro de vegetación.
Créeme, no son mis palabras en modo alguno conductistas, solo te describo lo que veo.
Y continúa atenazada mi alma, porque es la pena y la guerra quienes ocupan todo el espacio y el tiempo de la mañana.
Llega la hora de los túneles, orificios por los que escapar tratando de alcanzar la ansiada y legítima libertad, y a los que no accedo debido a mi claustrofobia. Tomo asiento en una especie de sala que han preparado previa a su entrada, y mientras espero al grupo, constato que han instalado enormes ventiladores que funcionan sin descanso.
La congestión con la que regresan quienes han descendido, con rostros enrojecidos y respiraciones entrecortadas, hacen que no necesite reflexionar sobre la oportunidad de dicha instalación, y por supuesto, corroboran el acierto de haberme quedado a las puertas, del viaje al centro de la tierra.
Rodeo lentamente con la mirada, souvenirs, soldados, y viajeros desorientados en vías de recuperación. Creo que ha parado de llover, así que prefiero gastar el tiempo que me resta afuera. Entre el gris y los jardines orientales, pulcramente recortados y ornamentados. Contemplando. Intentando hallar algo de serenidad para el alma.
La naturaleza y el trinar de pajarillos, como única alternativa al silencio lo logran, aunque sea tímidamente y por muy poco tiempo. La llegada de turistas rompe el hechizo y mi soledad, dando comienzo a la sesión de fotografías. Las suyas y las mías, porque considero que unirme, es mi más sensata y rentable alternativa, dadas las circunstancias.
Vuelve a ser hora de retomar lugar en el autobús, y aprovecho para engullir a máxima velocidad, un sándwich comprado en el vending de la esquina del hotel, la noche anterior. Y que conservo como avituallamiento de emergencia, junto con el botellín de agua, en la mochila. He de hacerlo antes de subir, en aras de un respeto hacia los demás, tan extraordinario como inusitado, dado a lo que estamos acostumbrados. El olor del alimento y el ruido que producimos al ingerir; es causa de molestias en los demás, y en este país, el respeto y la sensibilidad, forman parte intrínseca de sus hábitos de vida y comportamientos. Hurra para ellos.
Una última parada en la aldea reunificada. Con moradores provenientes de ambas Coreas. En su mayoría excombatientes.
Sus ingresos provienen de la agricultura y el turismo, y aunque a priori pudiera parecer por el concepto mismo un logro, en realidad, la libertad y la alegría, así como el progreso; no se palpan. El lugar está tan vigilado y limitado en movimiento, espacio e iniciativas, que lo acabo percibiendo como otro gueto más.
Compro en la tienda unos guisantes de soja recubiertos de chocolate, para regalar y por ayudar a su precaria economía, y regresamos a Seúl.
De vuelta no puedo dormir, ni siquiera sestear, inquieta, con sabor, amargor. Y mi gris se torna en rojo, porque mi pena se convierte en indignación.
“Malditos bastardos”, me digo, como el título de la peli protagonizada por Brad Pitt.
Quienes las declaran, potencian y promueven, no suelen ser, quienes las padecen, pierden y mueren.
Malditas guerras, guerras malditas.