Por Cristina Maruri
Lo primero que se nos viene a la cabeza al pensar en Sydney es su lejanía, y es cierto que no está a la vuelta de la esquina, porque para los que pertenecemos a este hemisferio, casi necesitamos dos días de avión, hasta alcanzar una tierra que también connotamos como llena de oportunidades.
Pero todo se te olvida, cuando te recibe un sol y una temperatura que agrada y envuelve. Cuando vuelves a respirar al aire libre, después de estar tanto tiempo encerrado.
No había neones porque llegué a media tarde, ni tampoco atascos, dado que son más amigos de correr que de conducir, así que en un periquete me encontraba en la habitación de un hotel céntrico y práctico, pero sin pretensiones, aunque el precio sí las tuviera.
Supongo que más de uno se hubiera estirado en la cama, pero he de confesarte que a mí la ilusión no me deja. Es tanto lo que he previsto hacer en mi viaje, que siempre padezco de inquietud, que me pincha para empezar cuanto antes a tachar de esa lista, que previamente he confeccionado. Así que una ducha y a la calle. Si me hubieran dejado, alguna galleta o fruta hubiera encontrado al fondo de la mochila. Pero en este distante país, son muy restrictivos con la entrada de alimentos, preservando infecciones y plagas, así que por respeto y también prudencia, opté por no querer pasarme de la raya y lo abandoné todo antes de desembarcar.
Existen Apps de móvil, en los países y en las ciudades, que sirven para orientarte; pero yo soy más de plano de colores y de papel que solicité, y amablemente me facilitó una de las recepcionistas.
Y me sumo a una de las principales arterias de la vida australiana: St. York; como una más.
Con mi pamela y mis zapatillas, jersey a la cintura y sin mínima sensación de pérdida o temor. Supongo que inconscientemente almaceno el dato de que me encuentro en uno de los lugares más seguros del mundo, pero es que además por ningún remoto rincón se percibe lo contrario.
Es una hora punta, pero sin el tumulto ni el stress de otras mega urbes. Me cruzo con algún turista, pero la mayoría son ciudadanos que salen de sus trabajos; inmersa en el centro financiero.
Unos pasos y la torre; a la derecha también descubro el renovado centro comercial Victoria. Edificio de ladrillo rojo, imponente, que contiene de las mejores tiendas, y restaurantes. Pero todo lo dejo atrás. Ya me detendré en otro momento, porque tengo una cita pendiente, a la que quiero acudir sin demora.
Así que, aunque no pierdo detalle y como pulgarcito voy dejando migas mentales sobre lo que veo y por donde tengo intención de volver a pasar, no me entretengo. Esos museos gratuitos…
Ni siquiera lo hago en la prolongada St. George. Icónica por sus emblemáticas marcas y oficinas. Por su bella y cuidada combinación de urbanismo futurista e imperial (no en vano el rey Carlos lll de Inglaterra, continúa ostentando el título de rey del país). Por sus tranvías.
Sigo sus railes en sentido descendente y continúo grabando en móvil y cerebro.
A pesar de que cada persona con la que me cruzo parece llevar una misión, percibo ciertas dosis de hedonismo en todas ellas. Como si se pudiera y debiera hacer las dos cosas a la vez: trabajar y disfrutar.
Claro está que no solo resulta de la actitud, o de la cultura y educación, sino de un entorno limpio, estético, acondicionado y ajardinado, que más que invitar, incita a ello.
No he contado los minutos, porque cuando se disfruta el tiempo no cuenta, pero creo que han sido cerca de veinte los que me ha llevado hasta verlo de nuevo brillar.
Ese mar que es diferente pero idéntico. Que tanto Cantábrico Mediterráneo o de Tasmania, supone una pista de baile para cualquier ojo. Bálsamo para enfermas almas, que no recurren a ungüentos sino a su contemplación.
La panorámica que ofrece Circular Quay, es de las de nunca olvidar. Un cuadro para el mejor pintor. Una fotografía de enmarcar.
Bullicio en helados y cafeterías, pero como las gaviotas revoltosas, alzo el vuelo hasta mi primera imagen de ella. Flotando como un nenúfar gigantesco, cuyos pétalos se mantienen a medio abrir o tal vez a medio cerrar, puesto que en breve asomará el atardecer.
A pesar del tiempo transcurrido desde su construcción, continúa siendo mítica, porque a menudo la perfección fraguada con conocimiento y sentimiento; no sufre los avatares del paso del tiempo, al revés, su apreciación crece. Sin paliativos; resulta magnífica.
Hay tantas formas de enfocarla y de admirarla, sin embargo, lo pospongo, porque reparo en uno de los múltiples bancos que se sitúan estratégicamente, para contemplar la bahía.
Salgo, no sin esfuerzo de su embrujo, y esta vez dilapido mi mirada en el puente. De acero y de apodo el perchero, también resulta magnífico. Y manteniendo una conversación con él le hago saber, que será en otra ocasión cuando lo cruce por su pasarela peatonal y tal vez incluso me atreva a ascender hasta su cumbre.
Y es que ahora llega el momento de reparar en la escena en su totalidad, en su complejidad. Porque es tan completa, está tejida con tantos hilos, que es difícil no perderse alguno.
Sobre todos ellos percibo la más que aparente alegría de cuantos lugareños y visitantes la conforman. Tanto si permanecen sentados, como si por el contrario pasean o hacen deporte. Música y risas. Fotografías, incluso para una pareja de recién casados. Amigos y familias. Podría ser un hormiguero de seres humanos, pero no se aprecia tal grado de opresiva multitud, ni de acostumbrada ansiedad. Es mas bien un lugar de afluencia, de reunión.
Porque en este epicentro de Sydney, se encuentra absolutamente de todo.
Y no hablo solamente de la panorámica de Opera y Puente. Sino también de lugares de restauración, souvenirs, jardines reales, infinidad paseos idílicos… y como colofón, ese atracar y despedir a cruceros, cruceristas, veleros e infinidad de ferrys, que configuran el cordón umbilical de la ciudad con playas, islas, y resto de poblaciones aledañas.
Un sistema de transporte público, que complementa al resto y que no solo resulta de útil y eficiente, sino que, además, es extraordinariamente económico. Para anotar: cualquier turista con la adquisición de una única tarjeta (Opal Card) y por un precio que por estos lares podíamos considerar como ridículo, tiene acceso a todos los mencionados medios, con lo que las posibilidades y la simplicidad del viaje, se multiplican exponencialmente.
Sin darme cuenta, empiezan a flaquear las fuerzas del sol en el cielo y parpadean los farolillos; llega el cambio de turno.
Pero solo referido a intensidad de luz y tonalidades, porque el brillo y el ritmo de la vida continúan nocturnas, en este hermoso y representativo escenario australiano.
A los sentidos referidos, se suma el del olfato, porque por doquier recibo exquisitos aromas, provenientes de las más exquisitas cocinas.
Y es entonces cuando el estómago me recuerda que él también existe.
En realidad, todo mi cuerpo lo hace, y he de escucharle. Me susurra que es hora de regresar y de comprar algo para cenar en el supermercado (Woolworths) que he visto al pasar y descansar unas horas. Pronto regresará el día y quiero estar acicalada para él.
Me despido con la mano, con una sonrisa y con un hasta pronto. Muy buenas noches Circular Quay. Mañana más.