Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
El espíritu de superación habita en las cumbres más altas del alma humana. La capacidad para elevarse por encima de las dificultades y para resistir renuente y metódicamente frente a las adversidades, constituye una facultad que únicamente los seres humanos, en contraste con el resto de las especies animales, han sido capaces de desarrollar. Y dentro del colectivo humano, tan sólo las personas más audaces, las exploradoras de regiones remotas y vencedoras de barreras imposibles, han convertido esa aptitud en destreza, han hecho de la debilidad fuerza, beneficio de la desventaja y de la continua superación una vocación.
“Más rápido, más alto, más fuerte”, asegura el lema olímpico en un intento de integrar en su emblema la esencia de ese espíritu de la superación humana. Y es que el deporte es una de esas actividades terrenales en las que las personas hacen más patente su voluntad de avance y de progreso, quizás porque en esa práctica se encuentran aún vivos los rescoldos de aquel primer fuego de la supervivencia, el mismo que exigía un permanente y agotador esfuerzo vital, sin el cual, la existencia humana se habría visto abocada a la extinción.
Los deportistas eran, en sus orígenes, seres míticos que rozaban la divinidad, porque no en vano en ellos se guardaban las esencias más puras de la fortaleza y habilidades humanas, porque ellos representaban la posibilidad más fehaciente de que sus congéneres, que habían depositado sus esperanzas en esos titanes, alcanzaran por delegación las metas que sus mortales e imperfectos cuerpos eran incapaces de lograr: ser más rápidos, llegar más alto, ser más fuertes. Desde entonces, el espíritu de superación y el deporte siempre han caminado juntos.
Hoy, varios milenios después, el deporte sigue cobijando las mejores cualidades del ser humano, y continúa habitando en aquella morada que el espíritu de superación se construyó en el alma humana. Pero ya no es una práctica reservada a los colosos. Ha abierto sus puertas al común de los mortales, a seres que no buscan la rapidez o la fortaleza física, que no tienen la victoria entre sus objetivos, sino que pretenden el desarrollo personal, la elevación del espíritu y mantener vivo ese deseo inmortal de superación.
Y entre éstos últimos, ocupan un lugar destacado las personas que, de manera natural o adquirida, tienen una discapacidad, conviven con una alteración física o intelectual que les pone trabas a sus vidas, pero que sin embargo no les impide observar cómo en su interior crece un afán de superación, de vencer dificultades, que les libera de sus demonios y les eleva por encima de los obstáculos. Estos seres representan como nadie esa facultad que diferencia a la especie humana, esa virtud que ennoblece lo que toca y que hace posible llegar a las cumbres más altas de la dignidad.