Montxo Urraburu. La memoria de todas las infancias cabe en un verano de vacación familiar y amigos.
De un existir cotidiano que no necesitaba nada extraordinario para provocar alegría. Algunas romerías de pueblos próximos, cualquier fiesta improvisada, una escapada en bicicleta…Tareas de huerta y siega, bañarnos en el rio y vigilar algún nido trepando sobre las ramas y, en equilibrio sobre una rama, seguir el desarrollo de la vida de sus crías o, como monaguillo ayudando a la misa diaria del pueblo…Ni siquiera la lluvia podía con nuestro ánimo, cada chaparrón podía ser la oportunidad de alguna alternativa. Y siempre con el perro, con mi perro.
Aquellos días del verano eran inolvidables. Ajenos a sin sabores, viviendo con tierna ingenuidad, viajábamos con la imaginación a lugares que soñábamos conquistar y que, cuando los pantalones se nos quedaban cortos era señal de que comenzaba el nuevo curso escolar.
Cuando agonizaba agosto siempre teníamos el temor de que, aquel verano despidiese el último recreo de nuestra infancia, en el pueblo de nuestros abuelos.
Un pueblo hecho de recuerdos de quienes vivieron en el. Un pueblo más que formara parte del imaginario popular construido desde la ciudad, porque no habrá nadie a quien escuchar historias hechas de lo cotidiano.
Siempre que visito mi pueblo y recorro sus calles, me paro delante de la puerta de cada casa y me imagino a cada uno de aquellos abuelos que conocí de niño, intentando recuperar aquellos momentos, aquellos consejos y aquellas historias que me contaban de cuando un día también ellos fueron niños. En sus caras se dibujaban las arrugas producidas por los rigores del tiempo, el trabajo, los años vividos con esfuerzo y sacrificio. Sus caras tenían el color de la tierra por la que tanto lucharon para sacar adelante a sus hijos.
Eran generalmente familias numerosas que fueron mermando porque no había para todos y la ciudad ofrecía más estabilidad que sus cosechas.
Cada uno tiene que crear sus propios recuerdos para, algún día, poder regresar a la alegría de su infancia.
Montxo Urraburu