Por Nayeli Roldán (letraslibres.com)
Durante seis años, el periodismo documentó la corrupción e ineficacia del gobierno de AMLO. La respuesta del poder fue desacreditar al mensajero para que se perdiera de vista el mensaje.
El periodismo no busca derrocar a nadie del poder. El objetivo del periodismo es servir a los ciudadanos. Aunque parecería una definición sencilla, al mismo tiempo es compleja y poderosa; porque cuando las personas tienen información actúan, transforman. No en vano, poderosos del mundo, todos los días, intentan tergiversar información o impedir que los hallazgos periodísticos lleguen a las manos de nuestros lectores y lectoras.
De ahí que la frase atribuida a George Orwell es casi un mantra: “periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas”. Porque la información que afecta a un poderoso generalmente es de utilidad para las personas con menos poder. Ahora, en medio de la polarización, la posverdad y las redes sociales, la frase podría ser: “periodismo es aquello incómodo de leer, pero que necesitas saber”. Y ahí comienzan las preguntas sobre por qué en este sexenio el periodismo no tuvo un papel tan relevante para demandar la rendición de cuentas como en los anteriores.
Tomó tres décadas que la izquierda formada en el movimiento político de 1988 llegara al poder, incluso después de la alternancia lograda por el PAN en el 2000. El PRI representó lo que Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta” y, en 2018, se convirtió en sinónimo de corrupción, en gran medida gracias a las investigaciones periodísticas. La gente estaba harta de lo que había hecho ese partido en décadas, más aún en la presidencia de Enrique Peña Nieto, la cara del “nuevo PRI”.
Toda la información periodística respecto a estos casos de corrupción era aplaudida por un gran número de lectores. Como ejemplos de estos casos, están la investigación de La Casa Blanca de Enrique Peña Nieto, donde vivía la familia presidencial, y era propiedad de su contratista favorito, o los desvíos de recursos públicos de Javier Duarte y César Duarte, entonces gobernadores de Veracruz y Chihuahua. Cada revelación fue más indignante que la anterior.
El colofón fue La estafa maestra, investigación en la que quien esto escribe –junto a mis colegas de Animal Político y de la organización Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad– revelamos el sistema de corrupción que había funcionado durante todo el sexenio peñanietista y que, solo en dos años, había desviado más de 3 mil millones de pesos, a través de la utilización de universidades públicas.
La Estafa Maestra obtuvo el premio Ortega y Gasset, en España, uno de los más prestigiosos a nivel internacional. Esto puso en la mira la corrupción mexicana. A la par salió a la venta el libro de la investigación, que tuvo la intención de llegar a más público y que, ese año, terminó como el más vendido en Amazon en la categoría de no ficción. Por esos días escuché a un bolero hablar con su cliente sobre La Estafa Maestra. Ahí supe que habíamos superado el “círculo rojo” y cada vez más gente fuera del ámbito político se estaba enterando.
Cuando nos preguntaban si sentíamos frustración porque hasta ese momento ningún involucrado era investigado, mi respuesta siempre fue la misma: el objetivo de esa investigación –y del periodismo– era publicar los hechos con tal rigor que no nos desmintieran ni una coma y que la gente los leyera. Y eso sí se había cumplido. Lo que pasara después estaría fuera de nuestras manos.
Seis años después sigo sosteniendo lo mismo, aún cuando el panorama sea opuesto, porque esta vez ninguna investigación periodística logró socializarse tanto como las publicadas en el último sexenio priista. Esto puede deberse a que los medios debemos replantearnos la forma en que llegamos a nuestras audiencias o porque no hemos sabido adaptarnos a los cambios tecnológicos. Pero la rigurosidad sigue intacta.
Por ejemplo, en Animal Político, medio para el cual trabajo, publicamos recientemente la investigación No fuimos Dinamarca, que comprueba con datos duros el retroceso en los servicios de salud ocurrido en este sexenio, en el cual, paradójicamente, había prometido que los pobres estarían en el centro de su política.
Solo por citar algunos: el gobierno de López Obrador dejó sin vacunas a 6 millones de bebés en los dos primeros años de su administración, lo que colocó al país en el mismo nivel de vacunación de 1990. La estrategia de vacunación había funcionado durante las últimas tres décadas independientemente de quién gobernara, pero falló precisamente en este sexenio. ¿La razón? No compraron las vacunas. Así de sencillo, así de grave.
Aunque afectaba directamente a los niños, lo más preciado en las familias, no hubo reclamo. Tampoco lo hubo por la disminución del 46% de las consultas ofrecidas por los servicios de la Secretaría de Salud, es decir, para quienes no tienen seguridad social. El número de consultas pasó de 95 millones en 2018 a 51 millones en 2022; una caída de 44 millones.
Se trató de los efectos de la política de austeridad del presidente López Obrador, que obligó a todo su gobierno a gastar lo menos posible. Esto no se tradujo en gastar mejor, sino en aplicar recortes a machetazos, incluso en la salud. Por eso, el personal médico, que enfrenta de manera directa las carencias, sí protestó, pero fue descalificado por el presidente. Lo mismo sucedió a los padres de los niños y niñas con cáncer, que padecieron el desabasto de quimioterapias durante todo el sexenio. Para el mandatario, todos eran “opositores”, gente de derecha que buscaba atacarlo.
Tampoco hubo una demanda generalizada de mayor seguridad, aún cuando se registraron 190 mil asesinatos dolosos en el país, lo que superó el récord histórico ocurrido en los dos sexenios previos. No olvidemos que no se trata de números, sino de personas; de familias destruidas.
También hay más de 100 mil desaparecidos que existen en el país, y no solo no ha habido una política prioritaria para la búsqueda de personas e identificación de cuerpos encontrados en las decenas de fosas clandestinas, sino que la nueva estrategia de registro del gobierno obradorista ha borrado cientos de casos, aunque el presidente insista en lo contrario.
Hay hechos de corrupción comprobados, como el desvío de 17 mil millones de pesos en Seguridad Alimentaria Mexicana (Segalmex), la institución creada en esta administración; los negocios de los amigos de los hijos del presidente, los sobrecostos en las obras faraónicas como el Tren Maya, la Refinería Dos Bocas o el aeropuerto Felipe Ángeles. Aún así, el presidente insiste con asombrosa vehemencia que “se acabó la corrupción”.
¿Cómo es que nada de esto, consignado puntualmente por diversos medios, fue motivo de reclamo o, como dicen algunos, de castigo en las urnas? No tengo una respuesta. Solo creo que quien acudió a votar, o quien enfrenta su día a día alejado de conceptos que parecerían abstractos como “la democracia” o “el Estado de Derecho”, tendrá sus razones.
¿Los periodistas tendríamos que sentirnos responsables? Sí, de la parte en que no hemos sabido cómo llegar a más audiencia. Pero, nuevamente, el periodismo tiene el objetivo de publicar información rigurosa y que sea de utilidad para los ciudadanos. Las decisiones de estos no están en nuestras manos y no dependen de la calidad de los reportajes que publicamos.
¿Qué pasó entonces en este sexenio, si el rigor periodístico se mantuvo intacta? El informe anual sobre noticias digitales de la Fundación Reuters da ciertas luces. A nivel global, hubo un “aumento en la evasión selectiva de noticias”. De las personas encuestadas por la Fundación, 39% dijo que a veces o con frecuencia evitan las noticias, tres puntos porcentuales más que el promedio del año anterior.
No podríamos culparnos, puesto que los periodistas, generalmente, damos más malas que buenas noticias. Por otra parte, las audiencias cada vez creen menos en los medios. Y el caso de México es verdaderamente preocupante. La confianza en los medios de comunicación pasó de 49% en 2017 a 35% en 2024. Una estrepitosa caída de 14 puntos en solo siete años. ¿Qué sucedió?
Uno de los cambios más evidentes fue la comunicación presidencial a través de la conferencia de prensa matutina que, por seis años, ha ofrecido el presidente López Obrador todos los días. Se trató de un inédito ejercicio realizado por un mandatario y que, a inicio de su mandato, parecía esperanzador. Era la primera vez que el máximo representante del poder en el país respondería preguntas a diario.
Parecía que el periodismo, que siempre ha navegado a contracorriente, tendría un espacio para contribuir a la rendición de cuentas. No lo fue. Ante cualquier pregunta o revelación periodística expuesta en ese espacio, el presidente respondía con una frase que parecía pícara, pero que en realidad funcionaría como muro de contención: “yo tengo otros datos”.
Muchos de esos datos fueron mentira. Pero aunque la información oficial lo desmiente, el alcance de los sitios verificadores no se compara en absoluto con las 90 mil personas conectadas en vivo al canal de Youtube de la presidencia, ni a las más de 600 mil reproducciones que alcanza cada emisión de la conferencia matutina.
Yo acudí en cuatro ocasiones a ese espacio. En la última, hubo un intercambio respetuoso de mi parte, pero áspero del lado del presidente, por decir lo menos. Fui a preguntarle sobre el espionaje en contra de periodistas y activistas realizado por el Ejército utilizando el poderoso software Pegasus, capaz de acceder a toda la información de un celular.
Mis preguntas versaron sobre su autorización o no del espionaje, de la rendición de cuentas del Ejército y del seguimiento ilegal a civiles, y no a presuntos delincuentes. Él respondió que el Ejército le informa de todo, pero eso no había sido “espionaje, sino inteligencia”.
Después de 40 minutos de mostrarle las pruebas que confirmaron el espionaje ilegal, el presidente acusó a los medios –Animal Político, Aristegui Noticias y la revista Proceso– y a las organizaciones –R3D y Artículo 19– de atacarlo. “No hay objetividad, no hay profesionalismo, es una prensa tendenciosa, vendida, alquilada, al servicio de los corruptos; entonces, ¿por qué les vamos a hacer el caldo gordo a ustedes? Con todo respeto, pues”.
Dijo que lo publicado “eran inventos” y remató así: “El periodismo sirve a los ciudadanos cuando es profesional, objetivo, cuando está cerca de la gente y distante del poder. Y el periodismo de ustedes no está cerca del pueblo, ustedes están al servicio de la oligarquía, de los que se sentían dueños de México, de los que se dedicaron a saquear a México y quieren regresar por sus fueros. Ustedes son pieza clave de ese grupo conservador, corrupto, que le hizo mucho daño al pueblo de México y a la nación.”
Hay una cosa en la que el presidente tiene razón: el periodismo está cerca de la gente y distante del poder. Solo que, en su interpretación, él no se asume como el poderoso.
No fue la primera vez que el presidente descalificó a los periodistas y a los medios. En otras ocasiones, de manera directa, les ha dicho “sicarios de la información”, “chayoteros”, “corruptos”. Ha revelado datos personales de Denise Dresser, Carlos Loret de Mola y, más recientemente, de la corresponsal del New York Times, Natalie Kitroeff.
¿Qué tanto incide en las audiencias que el hombre más poderoso del país repita mentiras, estigmatice a periodistas y a defensores de derechos humanos y los coloque como “opositores”? ¿Es esta una estrategia para desacreditar al mensajero y que se pierda de vista el mensaje?
Vale la pena no perder de vista los informes del Instituto Reuters y de organizaciones como Artículo 19, que han señalado la estigmatización en contra de medios y periodistas por parte del presidente en las mañaneras. Los efectos de esa estigmatización fueron inmediatos. De enero a diciembre de 2021, según el informe de Artículo 19, el presidente López Obrador o su gabinete denostó a la prensa en 71 ocasiones durante las conferencias matutinas con afirmaciones como “son amarillistas”, “están en contra del gobierno”, “son parte de la mafia del poder”, entre otras.
“Se trató de un discurso que ha tenido un efecto cascada en al menos 46 casos en los que tanto actores privados como públicos utilizaron el mismo discurso de la mañanera –como ‘fifís’, ‘chayoteros’, ‘vendidos’– en eventos públicos dentro y fuera de la capital del país. De ellos, 27 tuvieron lugar en Baja California, Sinaloa, Puebla, Guerrero, Aguascalientes, Veracruz y Chihuahua”, reveló la organización.
La presidenta electa, Claudia Sheinbaum, prometió que continuará con este ejercicio de comunicación. ¿Cuál será su forma de hacerlo? Aún no lo sabemos. Lo deseable, por supuesto, sería que no replicara el discurso estigmatizante ni las mentiras como estrategia de comunicación. Mientras tanto, los periodistas seguiremos haciendo periodismo.