Por Cristina Maruri
El otoño no quiere esperar y entra como una exhalación por la puerta principal. Todo se cubre de gris y arrecia el agua.
Atrás quedan los vestidos vaporosos, sombrillas, toallas y cuerpos sin recato al sol, volviendo esa humedad, característica de esta tierra, que nos encoje y nos reblandece los huesos.
Pero la costumbre parece que es un analgésico y lo aceptamos con bravura, o tal vez resignación, esperando una vez más el vagón, que, por una gigantesca y alargada topera, nos trasladará a los cubículos en los que pasaremos la mayor parte del año, hasta que de nuevo levante las cortinas el azulado cielo y la calidez del sol.
Atestado; no hay lugar para sentarse y permanezco de pie, mientras trato de otear la vida a través de unos cristales que me lo impiden, de tan empañados como están.
Recurro entonces a la fotografía de mis compañer@s de viaje y casi de inmediato me detengo, reparando en una masculina figurita. Porque, aunque destila ancianidad y fragilidad, es sumamente hermosa.
Apenas huesitos y piel con boina negra y zapatos bien lustrados de cordones, pantalón gris replanchado con raya y camisa a cuadritos.
Permanece con los ojos cerrados, como si quisiera guardar las pocas fuerzas de que dispone, y sestea. Con unos labios extrafinos y abiertos, que muestran una oquedad sin dientes, recordándome a un polluelo a la espera de ser alimentado por su progenitor.
Su pecho se ensancha y encoje acompasado, cadenciosamente, mientras permanecen sus manos cruzadas sobre la rodilla.
Muestra tanta paz que conmueve y al mismo tiempo ilumina.
Suena la señal de parada, y nos apretujamos todos un poco más, porque nadie desciende y, sin embargo, otro puñado de materia se añade a nuestro enlatado espacio.
La barra metálica se colapsa de manos y las caras y alientos se acercan, al igual que las conversaciones.
No la veo entre la manada de cabezas, pero todos la escuchamos. Porque su agravio es gritón:
“Si no le tapan la boca, se va a zampar todas las moscas”, espeta, refiriéndose al ancianito.
Que es longevo y frágil, pero ni sordo ni carente de sentimientos, y que trata de dar contestación al insulto de la mujer sellando sus labios, aunque no lo consiga más que en una enésima de segundo.
Antes de volver a sumirse en el sueño, descruza las manos y eleva con lentitud y torpeza una de ellas hacia su rostro, para secar esa lágrima, que le han causado y que nunca debió nacer.
La crueldad es siempre consecuencia de negatividad y oscuridad en términos absolutos. De frustración, amargura, envidia e insatisfacción.
Es la madrastra de cualquier alma.