Por Cristina Maruri.
El ferry se acopla a las ventosas y descendemos hasta una terminal novísima y amplísima, con una terraza en la que locales y turistas sestean como lagartijas al sol. A ese sol que, de tan escaso por estos lares, supone un verdadero privilegio.
No utilizo ningún transporte diferente a mis desgastadas deportivas. Viajando, como siempre hago, ligera de equipaje, puedes llegar a tu destino andando, mientras descubres y aprendes a cada paso.
Construcciones nuevas y anodinas, si entiendo por tal calificativo, la ausencia de ornamentos que las diferencien o las hagan resaltar. Discurriendo por una carretera de escasos vehículos y gentes, en la que nada me distrae o sobresalta, hasta que me encuentro con una divertida y artística fuente.
La tarde es seca y cálida (relativamente), y a medida que avanzo, la llanura por la que discurro se torna en montículo y las edificaciones nuevas envejecen. El libro de la ciudad pasa las páginas al revés y de pronto me veo inmersa en lo que pudiera ser la zona oriental del Berlín de los cincuenta.
Pero no hay alambradas ni barricadas, tan solo silencio y soledad en paz. El único ruido que escucho es el de mis tripas, que me recuerdan que es hora de ingerir alimento.
Lo hago en un pequeño establecimiento. Un plato de noodles y una Coca-Cola a la que sumo tres verdes tés (casi un trabalenguas), obsequio del local.
Con las fuerzas repuestas, sin prisa, pero sin pausa, culmino la colina y desciendo. Sumándose entonces muchas gentes y vehículos; vida.
Y todo es diferente. Ya no estoy en un Berlín bélico sino en un Moscú regio. Con tranvías decimonónicos, verdes y amarillos, monumentos sobrios y gigantescos, al igual que vetustos y gubernamentales edificios de piedra abujardada. Grandes avenidas y grandes plazas. Un hervidero de idas y venidas, con restaurantes y comercios de todo tipo y nivel. Variados almacenes, en un escenario en el que siento estar a la salida de un revuelto y rojo hormiguero.
Pero todo me atrae y en todas partes meto la nariz. Los prejuicios no van conmigo, porque lo que en realidad acompasa con mi personalidad es la humanidad y el conocimiento; el crecimiento. Y tener mente y corazón atados y congelados, es incompatible con todos ellos.
Repito cadena hotelera (la misma que en Tallin) por precio y servicios, y con unos cereales y una “litrona” de leche, que adquiero en un recién estrenado supermercado, me voy a la cama y duermo como una lirona.
Favoreciéndome los dioses con el cielo despejado, inicio mi jornada en la capital finlandesa, con la leche y los cereales no consumidos, que, guardados en la nevera comunitaria, el hotel pone a disposición de sus clientes.
No desando el camino de la tarde anterior, iniciando una nueva ruta que me lleva a divisar, a la derecha, un parque de atracciones con noria y a la izquierda, un lago con muchos mosquitos y algunos cisnes. Senda verde que me introduce en otro rostro. En el de una ciudad potente, arquitectónicamente hablando. Porque en apenas media hora, descubro y admiro obras singulares e irrepetibles, de gran belleza y valor.
La Ópera Nacional, y el Finlandia Hall (en rehabilitación) construcción emblemática del famoso arquitecto finlandés Alvar Aalto. Y tras recorrer unos cuidados y concurridos jardines, y cubriendo varios vértices de una tremenda, por sus dimensiones, esplanada: El Museo de Arte Contemporáneo, la Sala de Conciertos y la novísima y sobresaliente Biblioteca Central (OODI). Entreteniéndome y deleitándome en todos y cada uno de ellos, incluso en el Parlamento, que, con sus colosales columnas y clásico mármol, poco o nada tiene que ver con el resto en cuanto a estilo. No diría lo mismo refiriéndome a belleza y magnificencia.
Mención especial a mi entender merece la biblioteca OODI, porque es mucho más que arquitectura y libros. Es un compendio de arte, cultura, interacción y futuro.
Se puede jugar al ajedrez, escuchar una charla, ver a tus hijos disfrutar en su parque infantil y estudiar con las últimas tecnologías, en despachos individuales o colectivos. Contando también con espacios de grabación y para creadores. Cine, cafetería y balcón con vistas a plaza y a cielo.
Era tan fascinante que allí me quedé hasta que cerraron. Volviendo, bien entrada la noche, por una ciudad muy segura, a mi hotel.
Pero Helsinki también cuenta con otro rostro, el que porta casco y yelmo, el que nos recuerda a unos dibujos animados. Desayunando en la famosa casita roja, con columpio para Instagram, casi veo aparecer sus naves. Cascarones de madera con los que surcaron mares en busca de alimento, o para comerciar. Por sobrevivir a una tierra dura y hostil para cualquier ser vivo.
Una ciudad con perfume vikingo, que también aspiraría al atardecer, en uno de los lugares con mayor ambientazo y que ha sido considerado de los 100 mejores sitios en el mundo, por The New York Times: LoyLy. Porque además de su sauna, música en vivo y restauración, cuenta con una terraza al Báltico, desde la que pareciese se fueran a otear. En esa luz velada propia de dichas latitudes y sobre aguas tan calmadas, que confieren al mar aspecto de lago. Con el grisáceo color de las infinitas tardes estivales.
Pero por más que escudriñé no los divisé, así que cambié mesa por barra y con una cerveza y algún baile en la pista, terminé otra fantástica jornada.
Ultimo día para descubrir nuevo rostro: el imperial, con influencias del oeste y del este. No en vano Helsinki era llamada a ser considerada una segunda San Petersburgo: y se aprecia.
En catedrales ortodoxas y Plaza del Senado. En su Esplanadi, o inmenso y ajardinado bulevard cuajadito de mansiones, de esas que quitan el hipo y que conduce al puerto.
Bullicio por doquier, comercio de marca, elegancia a raudales y no me pierdo el brunch que recomiendan en uno de los clásicos de la capital: el Fazer. Pleno acierto en cantidad, calidad y precio. En una ciudad que no se caracteriza por ser barata, me doy un festín en el que priman el salmón y las trufas de chocolate, por menos de cuarenta euros.
Y un postrero rostro que me exhibe esta interesante urbe, antes de recoger mi mochila y despedirme: el más turístico.
Y lo encuentro en ese puerto. Con pantalanes de madera y cruceros, barcos y barquitos, Con puestos y puestecitos, en donde se degusta comida local y se adquieren productos. Vegetales, carnes, pescados y pieles. Con un mercado cubierto muy coqueto, visitado por aquellos quienes huyen de destinos masivos, escogiendo “el norte del norte”, para aprender y resetearse.
Aunque los olores son demoniacamente irresistibles, no puedo caer en la tentación debido a mi hartazgo estomacal. Por ello elijo seguir paseando, recorriendo y descubriendo rincones, a cuál más bonito. Optando, tras cansarme, por sentarme en un escalón, para hablar con un mar sobre el que chisporrotean las estrellas. El sol calienta, pero no abrasa, se agradece. Un tiempo más que estiro para dedicar a la contemplación y al agradecimiento, y tras él y con cierta pena, de nuevo me aplico en gastar las suelas de mis deportivas. Esta vez rumbo a casa.