Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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Dublín

Por Cristina Maruri.

Poco menos de dos horas y poco más de cien euros, separan Bilbao de la capital irlandesa. Planazo para un “finde”, descubrir esta ciudad que lo tiene todo, cuando se cuenta, además, con un sol radiante y un cielo en azul intenso a finales de octubre.

Corto viaje del aeropuerto al centro que realizo en autobús por 15 euros (con derecho a regreso) y que me permite estar en la habitación en treinta minutos, y en la calle, curioseando, en treinta y cinco.

Derechita me voy cruzando el Río Liffey, a uno de los iconos de la ciudad. Que no es monumento sino un pub, una zona. La que animadísima y concurridísima se me presenta, a esa hora en la que allí se come, bebe, baila, o todo a la vez.

Eso de ver gentes de todo el mundo y todas las edades disfrutando y entendiéndose, me continúa pareciendo fascinante. Estoy Temple Bar, con el plus de música en vivo de todos los estilos emergiendo por ventanas y puertas, en una noche alumbrada también por multitud de farolillos y bombillas de colores, que aromatizan a Navidad, el ambiente festivalero.

Como no podía ser de otra manera, me contagio y me sumo, y pido mi primera pinta del viaje que degusto impregnada de follón, en el sentido más lúdico de la palabra. Una Guinness negra que está fabulosa salvando el precio (7 euros).

A la mañana siguiente madrugo, porque las listas que elaboro suelen ser interminables y tengo muchas pisadas por delante. Empiezo reponiendo fuerzas con un capuchino doble y un muffin de chocolate en Keoghs, recojo un plano en la oficina de turismo y traspaso el portalón del Trinity Collage.

Es gigantesco y solemne, con jardines centrales y maravillosos edificios que lo circundan. Es fácil imaginarse a alumnos y profesores de muchas generaciones recorriendo esta prestigiosa institución. No he comprado ticket para conocer su biblioteca, porque hoy en día no muestra ninguno de sus incunables, pero existe una escalera en la tienda de regalos por la que se puede acceder.

Pido permiso y suertuda yo, descubro esa librería sin libros, que, aunque fantástica, me resulta como una bombonera sin bombones.

De ahí a la estatua de Molly Malone, al mercado Arcade y unos cuantos pasos más, para encontrarme en el castillo y frente a la Torre de la Pólvora; todo ello monumental. Como lo es visitar la biblioteca Chester Beautty, un imperdible, y que es más un museo que una biblioteca, ya que en ella se dan cita tesoros artísticos pertenecientes a las grandes culturas y religiones del mundo (entrada gratuita).

Parece que el cuerpo me pide más bibliotecas extraordinarias, y me acerco hasta la March, que también me abre gratuitamente sus puertas. Coqueto lugar que, por su modestia externa, sorprende al acceder a su interior. Colección de manuscritos vasta y valiosísima. Sin duda, otro imperdible. Como lo es la archivisitada Catedral Christ Church, diluyéndome en esta Torre de Babel, en la que predominan los españoles.

Saciada mi curiosidad y realizadas mis fotografías, me dirijo a otro templo, pero este de muy diferente índole.

Quedan el órgano, las vidrieras y las lápidas en las paredes, pero el resto ha sido vaciado y dedicado a la restauración, con multitud de mesas y sillas y una barra gigantesca.

Me doy un pequeño homenaje a base de sopa del día y sándwich de cordero, con mini pinta incluida y por menos de 30 euros.

Salgo de allí reconfortada y con ganas de pasear, esta vez en los parques que ofrece la ciudad. Ora, con lagos y cisnes, otrora, saludando a un Oscar Wilde, que sestea sobre una roca justo al ladito del barrio georgiano, plagado de mansiones exquisitas con columnas, balconadas y puertas de colores.

Como Pulgarcito sigo el camino de las puertas de colores, aunque en el avance las puertas pertenezcan a casitas de ladrillo y no de piedra, más humildes, pero también más pintorescas, y que son las que me conducen hasta los Docklands. Lugar donde el río se abraza con el mar, y que ha sido reconvertido de una manera acertada y sostenible. Dando lugar a extensiones para uso peatonal, de ejercicio y de recreo, albergando edificios de diseño totalmente integrados y en donde las cristaleras sustituyen fachadas enteras. En unas latitudes tan rácanas con el sol, no es cuestión desaprovechar su fuente de luz y calor.

Y regreso al centro jugando a atravesar los puentes que se saltean y conectan ambas orillas, de izquierda a derecha y viceversa, deteniéndome en Ha’ Penny, el más antiguo de la ciudad.

El atardecer me guía a lo largo de la comercial O’ Connell y mirando escaparates me entretengo, hasta que me da esa hora en la que acontece ducha y descanso. Aunque en verdad me tientan, no compro nada, en una ciudad en la que todo me parece caro.

Toca madrugar, relativamente, y con un poco de fruta, leche y cereales sobrantes, empiezo la jornada. Podría coger un autobús, pero el amanecer es un privilegio y junto con las omnipresentes gaviotas, dirijo mis pasos hasta otro de los iconos de la ciudad, que además ha sido premiado recientemente.

Nada tiene que ver con castillos ni museos, se trata de la fábrica de una de las cervezas más conocidas del mundo, la que se sirve y es consumida en todas partes y cada rincón de Dublín, de nombre Guinness.

No se trata de una visita por el proceso productivo o de elaboración, sino de un espectáculo interactivo en el que aprendes a base de letreros luminosos y puestas en escena de lo más cuidado/sofisticado. Son treinta euros que aprovechas sin duda alguna y que culminan en la planta séptima con un mirador 360º, con vistas impresionantes, que nítidas se aprecian en un domingo como el que, por fortuna, me ha tocado.

La entrada incluye una cerveza que observo al decantar. Poco tiene que ver con la que estamos acostumbrados, pues su espuma se parece más a la nata de un café, de tan espesa. Dos minutos de espera antes de probarla.

Me relamo del momento, porque va mucho más allá del mero disfrute y termino en la tienda de merchandising, muy completa, pero en la que tampoco adquiero nada.

Y abandono el edificio para continuar abrazando la mañana, tan preciosa, y me doy una nueva caminata, deambulando, paladeando. Aprovechando un tiempo que muy a menudo apenado se despide de nosotros, porque no le hacemos el mínimo caso.

Y me llego hasta la estación, (Tara Street), que me extraerá de la ciudad y por cinco euros (incluido regreso) me dejará en Howth. Un pueblo marinero encantador, con campo de golf, puerto, restaurantes, multitud de paseos, y acantilados con vistas al mar de Irlanda; que se presenta verdoso y encrespado. Un horizonte de espuma blanca con un par de islotes y otro de mercantes. Brezo y espino, el vendaval y yo.

Paseo glorioso en plena naturaleza y libertad hasta que es hora de reponer fuerzas, y lo hago en un centenario local de fish & chips llamado Leo, en el que literalmente me pongo morada, porque está realmente bueno (15,95 euros).

Y ya de regreso y aprovechando que no hay tienda cerrada, me vuelvo a sumergir entre libros, esta vez en una de las múltiples e inmensas librerías de Dublín, perdiéndome entre volúmenes de mil autores y dos mil temáticas.

Se pone el sol en un horizonte en el que las nubes se desgarran y alargan por el fuerte viento, cuando regreso al hotel a empacar. Fácil lo tengo, puesto que todo me cabe en una mochila. Ducha y a dormir.

Para cuando me percato, ya estoy en la parada del autobús (1479 Dublín Express) haciendo la cola hacia el aeropuerto.