Por Ramón Zallo.
He esperado un comunicado explicativo de Pablo González sobre la naturaleza de sus actividades. Pero ese comunicado no llega, y es forzoso que quienes nos implicamos más en la campaña en su defensa −por mi parte con varios artículos en prensa y académicos, dos conferencias, un mitin en Nabarniz, asistencia a manifestaciones− valoremos lo ocurrido, por honestidad ante la opinión pública.
A estas alturas, y superando la argumentación conjetural de los medios sensacionalistas −incluida La Sexta con su infumable programa especial de «Conspiranoicos» y otras entregas previas− seguimos sin saber qué era y es Pablo. Buena parte de los relatos aireados −unos más serios que otros− no tienen lecturas unívocas en una sola dirección, por ejemplo, la del espionaje; o, al revés, la de que todo es un montaje en su contra. Pero la acumulación de indicios y los hechos vinculados a su liberación (canje de espías, recepción oficial de Putin, saludos mutuos entusiastas con funcionarios de alto nivel y silencio posterior de Pablo) parecen inclinar la balanza en una dirección que va más allá del periodismo, e incluso del periodismo de parte. Yo no lo sé. En manos de Pablo está aclararlo o explicarlo.
De partida, hay que decir que exigir un juicio justo, protestar por la abusiva prisión preventiva sine die y sin pruebas contra una persona, denunciar el carácter no homologable del sistema judicial, penal y penitenciario polaco, y rechazar los vetos a periodistas en zonas de conflicto, requerían la repulsa internacional de la profesión, una vía diplomática diligente (que no ha existido) en defensa de un ciudadano y una generosa movilización de la opinión pública que, en el caso de la vasca, ha sido ejemplar. Nada de lo que arrepentirse. Al contrario, haber dejado en la estacada a Pablo, sin mover un dedo por sus derechos fundamentales, dando crédito de inicio a las autoridades polacas, y dejarle al socaire de los abusos judiciales, habría sido una actitud tan cómoda como insolidaria y ajena a la presunción de inocencia.
Si se hubiera sabido fehacientemente, o se hubieran tenido serias sospechas, sobre una hipotética vinculación de Pablo González con un servicio secreto, la solidaridad habría sido igualmente necesaria, aunque seguramente algo distinta: más contenida y acotada en el puro plano de los derechos humanos y del derecho a la información. Es decir, sin el plus de la credibilidad a un relato alternativo y con el cuidado de no hacerle el caldo gordo, en este caso, al régimen ruso actual: un régimen imperial, invasor, derechista y sátrapa. De todos modos, la actitud de distancia habría tenido que ser parecida en el hipotético caso de un detenido en Rusia por aparente espionaje en favor de otro imperio (UE o USA) reputado como democracia.
Pongo un ejemplo actual de nuestro entorno para diferenciar derechos e intereses políticos. Rechazar la antigua política penitenciaria respecto a las personas presas de ETA y defender su excarcelación por aplicación de la vía de la justicia ordinaria y no excepcional, se sitúa en el plano de los derechos. Y ello no te hace partidario ni cómplice ni tonto útil de ETA o de sus nostálgicos. Si se cree en un concepto del Derecho a base de normas legítimas e iguales para todos y todas, cabe y cabía denunciar sus acciones y defender sus derechos como personas presas. Son dos cosas distintas. Cabe coincidir en lo segundo con quienes apoyaron a ETA y sus acciones, siempre que se acote esa coincidencia a los derechos humanos, en ningún caso más allá, y con voz propia.
Tras repasar centenares de tuits de Pablo a lo largo de varios años, en los que criticaba a Putin o rechazaba que se abriera una guerra en Ucrania, di crédito –posiblemente de forma ingenua− a su inocencia y escribí en su defensa en “Kazetariak” nº 185 del 1-3-23 lo siguiente : «sin entrar en conjeturas sobre la veracidad o falsedad de los cargos contra Pablo González −no nos toca ser jueces ni tenemos pruebas en ningún sentido− hay bastantes indicios de que se trata de una acusación puramente política, por pensar distinto. Y lo digo −para evitar equívocos− desde la convicción personal de que Ucrania tiene derecho a defenderse de una invasión con todos los medios y a que los demás le ayudemos hasta abrir una negociación que ya se está demorando, como señalaba Jürgen Habermas».
En esta época de fake news y manipulaciones sin cuento para emborronar intereses geoestratégicos y debates políticos, se ha instalado el engaño. Sus primeras víctimas son la verdad y la confianza, y nos obliga a mirar más allá de las apariencias. Pero –al igual que Garbiñe Biurrun− no admito lecciones que vengan de la trinchera de la inhibición permanente. Aparentemente, no pueden equivocarse nunca quienes nunca se mojan. Pero con esa actitud −segurola y relativista− son cómplices, por omisión, de dejar las manos libres a los poderes de todo el mundo para cuantos crímenes deseen. Es mejor asumir el riesgo de equivocarse un poco que de campo ético.