Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
“Todo el mundo es bueno” rezaba el eslogan que adquirió más fama en las décadas del desarrollismo que protagonizó la segunda mitad del siglo XX. Esta frase, pronunciada con acento sevillano, una copa de fino en la mano y el platillo de gambas en la mesa, adquiría tales tintes celestiales que muchos sentían la proximidad de un Paraíso donde todos eran ángeles, seres inocentes por naturaleza, que habían logrado desterrar la mácula del pecado original.
La confianza mutua y la ausencia de malicia eran los pilares de la sociedad, y no la familia, el municipio y el sindicato como se empeñaban en hacernos creer los autores de aquel libro de texto conocido con la siglas F.E.N. (Formación del Espíritu Nacional), que nada tenían que ver con los movimientos de liberación nacional al uso en la época, y que -junto a las asignaturas de religión y gimnasia- contribuía a que en la cartilla de notas escolares no todas las calificaciones tuvieran la categoría de suspenso.
Las puertas no precisaban cerraduras de seguridad, las anotaciones bancarias eran hechas directamente por las manos del ventanillero sin temor al error, se fiaba, y pagar a plazos era lo más habitual. “Pobres, pero honrados” y “antes morir que no pagar” se convirtieron en máximas de un mundo autárquico y dictatorial, en el que se compensaba la ausencia de libertad con las ganas de vivir, en el que se anhelaba rebasar las fronteras y respirar aires diferentes.
Cansados de ver películas en las que no ocurría nada, en las que la bondad y la solidaridad se imponía sobre la maldad y el individualismo, rompimos las fronteras en busca de sensaciones más fuertes. Llegó la libertad y, sin darnos cuenta, fuimos perdiendo interés por la vida. Y así, convencidos de que hacíamos un gran negocio, un día, del que ya no guardamos consciencia, decidimos cambiar el infinitivo Vivir por el sustantivo Bienestar. Eso nos obligó a pertrecharnos de nuevo equipaje y arrojar por la borda las escasas pertenencias que hasta entonces nos sirvieron. Llevados por un ímpetu desconocido, nos apuntamos al Bienestar. Electrodomésticos, automóviles, chalés adosados, tarjetas de crédito, vacaciones exóticas, joyas, restaurantes caros… pasaron delante de nuestros ojos. Y todo cambió. Pero no nos conformamos, y continuamos buscando sensaciones más fuertes.
Por las calles comenzaron a aparecer los primeros fantasmas hijos de la droga, el dinero se convirtió en el patrón por el que se mide a las personas, el poder fue más anhelado que nunca, la ostentación alcanzó el grado de virtud y la frustración anidó en nuestro anhelo de Bienestar. Las puertas se cerraron con triples cerraduras, el que fiaba dejó de hacerlo, se abolió la compra a plazos, los ordenadores sustituyeron a la pluma del ventanillero del banco, se dejaron de pagar las deudas y los pobres ya no tuvieron deseos de ser honrados. En el cine desaparecieron los buenos y los malos, y surgieron seres anodinos que lo mismo duermen con su enemigo, destripan a quien les aloja en su casa o apuñalan al bebé que se mece tranquilo en su cuna. Sensaciones fuertes. Bienestar.
No hace mucho que se nos comunicó que el Bienestar había expirado. Y es que era imposible mantener tanta sensación fuerte sin que algo se resquebrajara. Desde aquel momento, un rictus de terror se ha apoderado de los rostros. ¿Qué hacer? ¿A dónde asirse? Hace ya mucho tiempo que decidimos cambiar el infinitivo Vivir por el sustantivo Bienestar. Nos olvidamos de la vida y, ahora, ésta ya no se acuerda de nosotros.