Por Cristina Maruri.
MIRADA de un niño en la fotografía de Lorenzo Ugarte.
I
El pasillo era largo, angosto y oscuro, con tres huecos en su recorrido y una estancia más amplia e iluminada al final. Recuerdo que mi hermano y yo dormíamos en uno de los huecos.
Al baño le faltaba la bañera, sustituida por una tinaja. A continuación estaba la alcoba de mis progenitores, terminando en una cocina sala, en la que comíamos todos, en la que mi padre a solas hacía las cuentas.
En aquel tiempo no lo apreciaba, pero ahora me doy cuenta de que vivíamos bien si me comparaba con otros niños, con gentes hambrientas que observaba cuando acompañaba a mi madre a La Ribera a hacer los mandados.
MERCADO antiguo de La Ribera, en Bilbao. (Foto Jose Valderrey).
También asoma a mi memoria los interminables partidos con pelota de cuerda en Tendería, siendo como éramos dos mocosos de patitas delgadas como un alfiler. Porque a pesar de tener siempre algo en el plato, este nunca rebosaba. Muchos días y para que no nos faltara, la ingesta de mi madre consistía en rebañar con pan las filigranas de yema de huevo y aceite que restaban en nuestros platos.
La recuerdo menudita como una figurita de porcelana. De piel blanca, vestida de negro y con cabello liso que se recortaba a la altura de la oreja, frente a un espejo relimpio pero roñoso, propiedad, como todo lo que allí había, del señor Mintegui. Siempre zurciendo en la cocina, pegada al ventanal.
Y a mi padre, mucho más corpulento, que no grueso, también de negro y con boina calada, que llevaba con gran estilo, porque desde mi enfoque pueril, todo en él destilaba elegancia y admiración.
Ambos de poco hablar y de mucho hacer. De nada discutir.

Las únicas trifulcas en casa, provenían de las peleas con mi hermano Angelito, cuando nos empujábamos hasta la puerta para recibir a mi padre. Algunas veces nos traía un caramelo de malvavisco que ansiosos extraíamos del bolsillo de su chaqueta con el compromiso de no chuparlo hasta concluida la cena. Era un hogar feliz.
Pero todo cambió una noche cuando regresó mi padre azorado y con rostro lívido y en su depurado euskera, que habíamos dejado de hablar en la calle bajo prohibición expresa y amenaza de severo castigo, indicó a mi madre que nos vistiera para un viaje y que llenara con lo imprescindible la única maleta que poseíamos.
No recuerdo más. Ni cuándo dejamos atrás nuestra vida, nuestro país y nuestro hogar, ni cuándo nos vinieron a recoger entrada la noche para huir aprovechando silencio y soledad.

Huir porque nos perseguían. Huir, porque no estábamos a salvo. Huir, porque habíamos cometido un delito de la misma gravedad que robar o matar, ya que se penalizaba igual. Huir, porque a pesar de amar la paz y de que jamás había hecho daño a nadie, mi padre tenía otras ideas, las que compartía con el bando perdedor. Y los perdedores en aquel tiempo lo perdían todo, empezando por sus vidas.
II
Mi hermano y yo despertamos en otro cuarto y en otra cama. Mirando por la ventana comprobamos que no tenía vistas al conocido y reducido patio atestado de colgajos, sino a un inusitado campo abierto, colmado de colinas rojas y arboles alineados y diminutos, cuyo nombre más tarde aprenderíamos. Y aunque comprendo el temor y dolor, profundo, que albergarían mis padres, era para Angelito y para mí una mañana de auténtica fiesta. Cómo no serlo, para dos niños de parvulario descubriendo un nuevo universo.
IGLESIA de Elvillar fotografiada por Josemi desde Laguardia.
Y era tan bonito, nos sentíamos tan libres. Las calles eran más amplias, los edificios más pequeños y escasos, donde el Sol entraba saludando por cada esquina, y el azul, manto del cielo cubría sin racanear la primavera.
Nuestra madre abrió la puerta y mi hermano y yo, como potrillos, bajamos de dos en dos las escaleras de aquella oficina reconvertida en vivienda, situada en la primera planta de un inmenso pabellón, repleto de toneles de madera. Todavía hoy recuerdo su olor penetrante, una combinación de vinagre, campo y uva. No pude detenerme más; la emoción y la ilusión me lo impidieron.
Tras dar alguna que otra vuelta por el mundo a lo largo de mi vida, he podido comprobar que las personas, “las de a pie”, en todas partes son similares. Y no digo iguales, porque historia, costumbres y religión marcan diferencias. Sin embargo, a pesar de tanta diversidad, solo puedo dividirlas en dos grandes grupos: las buenas y las malas. Las de alma negra y las de alma blanca.
Puedo asegurar que todos y cada uno de los habitantes de la entrañable localidad de Laguardia fue bueno y de blanca alma, porque nuestra familia expatriada no encontró sino cálida bienvenida y mantenida ayuda, no considerando tacha alguna hablar, pensar, o sentir distinto.
JÓVENES de Laguardia en una placa del tiempo de Lorenzo Ugarte.
Pronto nos adherimos al ritmo de la población. Papá trabajaba contabilizando el llegar de la uva, y mamá cuidaba de nosotros, aunque yo ya no le acompañaba a hacer los recados, porque teníamos que ir a la escuela. Allí todos estudiábamos y jugábamos sin importar origen, creencia o apellidos. Siempre lo he considerado una de las mayores ventajas de la niñez: la ausencia de prejuicios y del prejuzgar, que a menudo son causa de intolerancia, arbitrariedad y aberraciones.
ALUMNAS de Laguardia. (Fotografía Lorenzo Ugarte).
Días, meses y años felices, en los que debido a mi corta edad no añoraba, porque solamente me desarrollaba. Crecía y absorbía como una esponja, acumulando en la joroba la savia del árbol que más tarde podría llegar a ser. No sucedía así con mi padre, quien en silencio languidecía. Creo que, durante aquel tiempo, no pude contabilizar ni una sola de sus sonrisas. Supongo que, nunca pudo soportar sin sentir el clavar de un puñal, el hecho de haber sido condenado, perseguido, aislado, denostado; solamente, por ser fiel a sus principios, a su cultura, a sus ancestros y a su lengua.
Lenguaje que permaneció, por sumar esfuerzo a sus esfuerzos, cuando al terminar cada jornada, con aquella letra impecable y voz grave, a la luz de la vela y el calor de la hoguera, nos trasmitía con orgullo de corazón y lágrimas contenidas en la cuenca de sus ojos, quién era.
FOTOGRAFÍA de Lorenzo Ugarte.
Engordé, y es que en el pueblo suelen llenarse los platos con mayor facilidad que en la ciudad. Pueden comerse las patatas, el hierro no. Y también crecí, en todos los sentidos. Tenía las piernas largas y delgadas, como las de un flamenco, y acostumbrado a correr también lo hice a driblar, convirtiéndome en uno de los jugadores de futbol del equipo local.
Para mí aquellos días, lo fueron de coser y de cantar cual cigarra. De ver volar al atardecer las golondrinas y derretirse la escarcha tras el cristal. De sarmientos arrugados o reverdecidos dando el fruto morado.
FOTOGRAFÍA en la viña, de Lorenzo Ugarte Antón.
Vides que también recolectaba, porque me sobraba tiempo tras hacer los deberes y disfrutaba del sol y del aire; disfrutaba, como cualquier niño, de jugar en paz.
III
Por recordar y porque nunca olvido, estuvo y está el vino. La copita que cada noche mi padre se servía para cenar y la botella de Mosto Palacio que nos regalaban cada domingo.
Por recordar y porque siempre estará, frente a este tinto de crianza que me ofrecen en La Viña, brindo por la vida, por el que fue regreso tranquilo a nuestra tierra y nuestras raíces. Brindo por el territorio y las gentes que con tanta generosidad y naturalidad nos acogieron. Y brindo por este Bilbao único e insustituible para mí y los que amo.
La autora del relato saltando con los Masai en Tanzania en 2023.
* De Cristina Maruri. Escritora y fotógrafa. Autora de novela y poesía. Colaboradora de El Correo y La Vanguardia. Humanista y viajera solidaria.