Por Pedro Luis Angosto
Antonio Bahamonde tenía una afamada papelería en Sevilla en los años treinta. El negocio le iba bien, era muy conservador y cuando sucedió el golpe de Estado lo apoyó creyendo en el orden que vendría detrás, pero no se implicó. Un amigo le dijo que un hombre de su situación no podía permanecer al margen del «movimiento que iba a suponer la liberación de España de las garras del ateísmo y el comunismo descreído».
Bahamonde, ignorando las atrocidades cometidas por el general hasta aquel momento, medroso y al mismo tiempo esperanzado con la acción de los militares africanistas, aceptó una entrevista con Queipo de Llano. El sanguinario general lo recibió en Capitanía con un amplio dossier en el que abundaban los informes encomiásticos sobre su persona, firmados por el obispo, curas de bajo y alto rango, industriales, terrateniente, y todo tipo de «buena gente». Tras una charla preliminar, entraron en materia. Bahamonde intentó zafarse discretamente en varios momentos de la conversación, pero no lo consiguió. Al despedirse, Queipo de Llano le dijo que lo nombraba su jefe de Propaganda, avisándole, además, de que tendría que acompañarle a aquellos lugares donde todavía la hidra roja resistía.
Así lo hizo Bahamonde. Unas veces con Queipo y otras con sus secuaces, fue testigo presencial de las indescriptibles carnicerías que los fascistas españoles cometieron en Andalucía y Extremadura y de las que dejó testimonio en un libro publicado hace unos años por Editorial Renacimiento y llamado «Un año con Queipo».
Creemos que el testimonio de Bahamonde tiene un valor inestimable para conocer quiénes y cómo eran los fascistas españoles, por eso reproducimos el siguiente fragmento de sus pequeñas memorias en la seguridad de que el lector sabrá apreciarlo en toda su intensidad, viniendo de quien viene: Un hombre de derechas de toda la vida, católico, de misa diaria, muy bien relacionado con la oligarquía sevillana, con una gran fortuna personal y refractario a cualquier idea de progreso:
“Los nacionalistas pretenden hacer creer y lo han conseguido en gran parte, ya que toda su propaganda se basa en ello, que los gubernamentales son comunistas. Los nacionalistas luchan contra el comunismo destructor de la familia, de la patria y de la propiedad. Nada más lejos de la realidad. Esto sería exacto si en España antes de la sublevación, hubiera imperado el comunismo. Pero en España, antes del nefasto 18 de julio, había un gobierno completamente moderado; por serlo en demasía, es por lo que pudo llegar a realizarse el levantamiento… ¿De dónde han sacado que la España gubernamental es comunista? ¿Lo era acaso antes del 18 de julio? No, no lo era y seguramente no lo es hoy día. Lo que sucede es que para justificar lo injustificable –invasión extranjera, continuas matanzas, etc., etc.-, pretenden hacer creer que luchan contra el comunismo y no contra sus propios hermanos… Los que viviendo en la zona de Franco siguen siendo fascistas, son criminales natos; no es posible que ningún hombre de bien, a la vista de lo que ocurre en la zona “nacional”, siga siendo fascista. En ella no pueden vivir tranquilos más que los asesinos, y, de éstos, los más feroces; en determinados momentos y circunstancias especiales, yo llego a concebir excesos, siempre injustificables; lo que mi mente no concibe es, por ejemplo, el suplicio satánico, presenciado por mí, que consistía en hacer a una mujer de unos cuarenta años, encadenada por los tobillos, transportar una gran cantidad de madera de un lado a otro, teniendo que andar a saltitos. Cuando terminaba, la obligaban a transportar la carga al mismo sitio del que la había quitado. Sólo entonces le daban comida. Terminaron fusilándola, cuando, agotada, no podía más, al cabo de varios días. Llamar a los autores de estos hechos, asesinos, no es llamarlos nada; el noventa y ocho por ciento de los criminales se horrorizaría de esta escena que yo he visto. Tanto crimen, tragedia tan inmensa, nunca puede tener justificación, aún cuando hubieran hecho a su costa la felicidad no ya de los españoles, sino de todos los habitantes del globo. Mi casa era un hogar católico, mi mesa era bendecida por mi hijito pequeño, todos los días, continuando la tradición familiar. Diariamente, mi esposa recibía la sagrada comunión; todos los domingos lo efectuábamos juntos… Soy un temperamento profundamente religioso… Sin embargo, los hechos que yo he visto realizar con el beneplácito y la bendición de la Iglesia, de sus más caracterizados representantes, y la cantidad de crímenes cometidos para los que nunca, en ningún caso, han tenido la más ligera insinuación de protesta, es lo que ha hecho vacilar mi fe y flaquear mis convicciones… A través de los relatos de los bárbaros crímenes cometidos por los “rojos” repetidos todos los días, para mí éstos eran tan criminales como los fascistas. No hay comparación posible, sin embargo, entre lo realizado por los “nacionales”, fría y metódicamente, organizado por las que se llaman autoridades, y lo que haya podido hacer el pueblo, en algunos casos, desbordando al Poder Público. Para conocer en toda su intensidad los procedimientos fascistas, hay que haber vivido en la zona liberada. Por mucho que se diga y por mucho que se escriba, la realidad siempre lo supera… Si el gobierno no tuviera otros motivos para resistir, sería motivo más que suficiente la obligación que tiene de proteger las vidas de los españoles. Creo un deber sagrado de conciencia advertir que antes de caer en manos de los fascistas, es preferible todo, aun cuando ese todo suponga la muerte. El fascismo no perdona, y lo que es peor, el fascismo, para producir el terror, su principal arma, ataca ciegamente. Que no crean los que han permanecido al margen de la lucha sin inmiscuirse en nada, que si triunfa el fascismo nada tendrán que temer. Que no crean los católicos que por el hecho de serlo se liberarán de la persecución y de la muerte. No, sé de muchos casos de personas de derecha que permanecían al margen de la lucha y que han caído; sé, igualmente, de cientos de casos de católicos fervientes alejados de toda lucha, que han caído. La gente preguntará por qué. Por varias razones: La primera y principal, porque el fascismo es esto, muerte y destrucción, y porque si no fuera así, si no sembrara el terror en su más alto grado, hubiera fracasado la sublevación, pues el pueblo en masa se habría puesto en pie contra sus verdugos. El gobierno tiene el deber de resistir mientras quede un palmo de tierra, para impedir que los españoles sean “liberados” por los nacionales, y el pueblo el deber de resistir, resistir hasta el último momento, antes de caer en poder de Franco, es decir, de la MUERTE”.
Pocas veces en la historia contemporánea de Europa, una facción sublevada contra un Gobierno Constitucional legítimo ha empleado medios más brutales contra la población civil como hicieron en España los hombres al servicio de Franco. Desde ordenar que aviones nazis o italianos bombardearan sistemáticamente poblaciones como Guernica, Durango, Ochandiano, Madrid, Barcelona, Tarragona, Valencia, Alicante, Málaga, Cartagena, Alcañiz, Almería, Gijón, Castellón, Vinaroz, Mahón, Ibiza, Jaén, Alcalá de Henares, Teruel, Guadalajara y en un sinfín de poblaciones y ciudades con el objetivo, siempre perseguido, de causar terror en la población civil, hasta implantar la tortura y el asesinato masivo de ciudadanos como método de guerra que sirviese tanto para evitar respuestas armadas en las zonas conquistadas como para asegurar una paz duradera para el día después de la victoria.
Como recogen las órdenes de Mola, Franco, Yagüe o Queipo de Llano, interesaba crear una sensación de terror tal en la población que ésta quedase paralizada por la experiencia vivida y dispuesta a agradecer de para siempre no estar en la lista de los desgraciados. La represión fascista fue brutal en todos lados, pero sin duda fue en Andalucía y Extremadura donde los golpistas la llevaron a extremos más inverosímiles tanto en la guerra como en la posguerra. Andalucía y Extremadura eran regiones pobres en las que había arraigado el anarquismo y el socialismo, entre jornaleros y otros trabajadores sin otra cosa que ofrecer que la fuerza de sus manos. Desde finales del siglo XIX, se habían venido sucediendo huelgas y motines, instigados por el hambre, los abusos y las deplorables condiciones laborales, que habían puesto en tela de juicio el poder omnímodo e incontestable de la oligarquía terrateniente tradicional. La pronta conquista de buena parte de esos territorios por los regulares, los legionarios y los falangistas, hizo que se pusiesen en práctica inmediata las órdenes dictadas por el general Mola, director de la sublevación: “Es necesario –ordenaría Mola- crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado…”. Miles de personas fueron detenidas, encarceladas, violadas, torturadas y asesinadas sin más delito que el de su condición social o su proximidad a partidos y sindicatos que eran legales hasta el 18 de julio de 1936, siguiendo un modelo bélico mucho más inspirado en la política de tierra quemada de las guerras medievales que en estrategias militares modernas. Se trataba, como se ha dicho, de crear una atmósfera de pánico de la misma envergadura de las que se habían generado en muchas ocasiones en el Protectorado de Marruecos, tratando al disidente político del tipo que fuese como un sujeto indeseable para el que no había más tratamiento eficaz que el exterminio.
Sin embargo, y pese a que fue en Andalucía y Extremadura donde la represión alcanzó su cénit -estudios recientes realizados por la Asociación Todos los Nombres afirman, con nombre y apellidos, que las víctimas del franquismo en Andalucía y Extremadura ascienden a 125.000-, ésta se extendió a todos los territorios de forma salvaje, contumaz y prolongada, desatándose tras la victoria de los golpistas una operación quirúrgica que pretendía extirpar para siempre de la patria conquistada y redimida el mal de la disidencia.
Perfectamente planificada por los directores del golpe de Estado, la represión no fue en ningún caso algo salido de un oscuro rincón de Castilla o Galicia, del sepulcro del Cid o del seno de la España castiza, sino algo mucho más transversal territorialmente que nació de la intransigencia y la brutalidad de la oligarquía y la alta burguesía de todos los rincones del país, con representación muy significativa de catalanes y vascos. Un papel fundamental en la conformación represiva e ideológica del nuevo régimen lo desempeñaron hombres como los cardenales catalanes Gomá y Pla y Deniel, el padre Tusquets -verdaderos artífices ideólogicos del nacional-catolicismo- o los industriales y financieros Güell, Cambó o Mateu. Goicoechea, Pradera, Solchaga, Maeztu, Sánchez Mazas, Valdés Larrañaga, José María de Areilza, Rafael Aizpurúa, Esteban Bilbao, Manuel Aznar, José Félix de Lequerica, Fernando Castiella o José Luis Arrese, casi todos miembros de familias vascas acomodadas, fueron algunos de los personajes más destacados de la dictadura franquista, dentro de un movimiento nacional perverso que aglutinaría en una sola dirección a las clases más pudientes de todo el Estado.
Por otra parte, cabe argüir a quienes defienden los progresos económicos que tuvieron lugar durante la dictadura franquista, que las cartillas de racionamiento estuvieron en vigor hasta mayo de 1952, que en la década de los sesenta del pasado siglo más de dos millones y medio de españoles tuvieron que abandonar el país porque no podían subsistir en él, que las obras públicas puestas en marcha durante la tiranía fueron ideadas y comenzadas en periodos anteriores y que, en todo caso, fueron infinitamente inferiores a las que desarrollaron la Alemania de Hitler o la Italia de Mussolini, sin que ese hecho sirva para encomiar las dictaduras aberrantes de esos dos países: Mientras en España no había ni un solo kilómetro de autopista, Hitler construyó miles de kilómetros y cientos de miles de viviendas para obreros, no por ello dejó de ser uno de los tiranos más brutales que ha conocido la historia del hombre.
Se ha trabajado mucho y bien durante los últimos años en este campo. Son cientos los estudios publicados sobre los asesinatos, las desapariciones, los robos de niños, los exiliados, los torturados, los arruinados, los perseguidos, los excluidos por ese régimen que debiera repugnar la conciencia de todos los ciudadanos españoles y de todos los ciudadanos del mundo. Se trata pues, de aprovechar lo ya hecho, y dar a la historiografía un nuevo instrumento de conocimiento en el que quede de manifiesto, con toda nitidez, la brutalidad de un régimen criminal que sojuzgo a los españoles durante cuatro décadas y sobre el que los medios nacionales e internacionales han construido un muro de silencio dadas las complicidades internas y externas con que contó. De una vez por todas, estimamos absolutamente necesario que el mundo sepa que en España hubo un régimen tan brutal como el de Alemania, más terrible que el italiano, un régimen que no fue otra cosa que la versión castiza, católica del nazifascismo, pero prolongado en el tiempo durante mucho más tiempo y, por tanto, mucho más destructivo para quienes lo tuvieron que sufrir y para quienes soportaron y soportamos todavía su macabra herencia, una herencia que condiciona todavía, precisamente por la timidez con que se ha tratado la cuestión, el devenir democrático y en libertad del pueblo español, sobre todo cuando una parte de los representantes parlamentarios de ese pueblo vienen del franquismo y se niegan a condenarlo por ese mismo motivo.
Pasados más de ochenta años desde el golpe de Estado del general Franco, los militares africanistas, la Iglesia católica y la oligarquía española en su conjunto, no contamos todavía con un pequeño manual accesible a todos los públicos en el que quede reflejada la vida y la obra, siquiera sucintamente, de quienes de un modo u otro contribuyeron a perpetrar el gran holocausto español del siglo XX.
La ausencia de un libro de este tipo, impide, en nuestra opinión, que nativos y extraños ajenos a nuestra historiografía contemporánea conozcan la magnitud de la barbarie franquista, quienes fueron los protagonistas principales, los ejecutores, intelectuales o materiales, pero también los cómplices necesarios, los encubridores y los justificadores.
Aunque no se trata en ningún caso de un estudio pormenorizado en el que se incluyan las biografías de todos aquellos que colaboraron con la criminal dictadura -sería tan prolijo como absurdo porque muchísimas personas que se aproximaron o involucraron en el régimen lo hicieron por miedo, engaño o supervivencia- no se puede olvidar que los responsables del golpe de Estado que dio lugar a la mayor tragedia española de los últimos siglos, no fueron sólo los militares traidores que empuñaron las armas contra el Gobierno legítimo de la II República, sino también quienes les dieron cobertura doctrinal, publicitaria y financiera.
Poco antes de la victoria aliada en la II Guerra Mundial, las autoridades franquistas se encargaron de borrar cualquier huella evidente que pudiese servir a las generaciones futuras para evaluar el alcance de la barbarie. Mientras en los territorios liberados por los aliados se filmaron y fotografiaron exhaustivamente los lugares del horror, incluso el horror mismo, en la España de la dictadura franquista, que después de 1945 pretendía buscarse un lado a la sombra de Estados Unidos, se desmontaron los campos de concentración, se quemaron las fotografías y películas que daban testimonio de las atrocidades cometidas, imponiéndose un silencio sepulcral fruto del terror que impedía a las víctimas y sus allegados contar cualquier penalidad.
Al contrario que en Alemania, Italia, Polonia, Rusia o la Francia ocupada, en España apenas quedaron imágenes de fusilamientos, linchamientos, torturas, deportaciones, confinamientos, abusos y vejaciones, circunstancia que llega al extremo de que todavía hoy desconocemos dónde están los restos de uno de los grandes poetas del siglo XX: Federico García Lorca. El miedo es hijo del terror y el terror planificado por los golpistas -tal como afirma Antonio Bahamonde, secretario de Queipo de Llano y testigo presencial de las matanzas perpetradas en Andalucía Occidental- causó efectos tan demoledores entre el pueblo español, que hasta hace no demasiados años se prohibía en muchas casas hablar de aquel periodo o recordar a los familiares asesinados que habían defendido al régimen constitucional republicano.
El estreno en Alemania de las películas de Fréderic Rossif sobre la guerra, el holocausto y el extermino nazi, montadas con documentales rodados primero por los propios nazis, luego por los aliados, causaron una terrible conmoción en el país, entre los ciudadanos a los que todavía en los años sesenta no se les había contado con crudeza la realidad de los hechos protagonizados por sus compatriotas. Sin embargo, algo así sería imposible en España porque aunque aquí también se rodaron miles de metros de película sobre la barbarie cuando todo apuntaba al triunfo del nazismo, la inmensa mayoría de ellas fueron destruidas o no se han encontrado todavía, atribuyendo los gobernantes fascistas españoles a la propaganda comunista cuanto en ese sentido se decía en el exterior.
Que no tengamos imágenes del exterminio del contrario que tuvo lugar en Sevilla, Badajoz, Málaga y tantos otros lugares, no niega que ese exterminio fuese real, pero sí que aquellos hechos dramáticos hayan llegado al gran público, a la ciudadanía, circunstancia que han aprovechado los historiadores, periodistas y tertulianos franquistas para negar los hechos y dar una visión edulcorada del régimen en los grandes medios de comunicación.
Mucho se ha hecho desde la muerte del tirano por recuperar nuestra memoria pisoteada, pero aún así, la carencia de testimonios documentales ha jugado en contra de que el pueblo español sepa la verdadera y atroz dimensión de la tragedia. Es desde ese contexto, y con esa pequeña finalidad, que nace este Diccionario del franquismo, sin más pretensiones que servir de instrumente de conocimiento y divulgación de nuestro doloroso pasado reciente, un pasado que no podemos dejar que el tiempo y los años borren porque, al igual que otros países que protagonizaron episodios similares, tenemos la obligación y la necesidad ética de conocerlo, asumirlo y hacer todo lo posible para que jamás vuelva a repetirse.
18 de febrero de 2019