Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Adivinos y periodistas son los dos colectivos profesionales que más curiosidad suscitan entre el gran público. A los primeros se les considera depositarios de los secretos del más allá, y a los segundos conocedores de las claves que rigen el más acá. Interrogar al futurólogo sobre el devenir, sobre el proceder de la fortuna en el terreno amoroso o laboral, ya sea a través de la lectura de las manos, los posos del café o la bola de cristal, resulta -por tradicional y habitual- un acto que entra en los cauces de la normalidad. Pero ejercitar con la clase periodística esta afición a adelantarse al tiempo es, en el mejor de los casos, una práctica kafkiana.
Hace no mucho tiempo, en una sociedad que consumía poca información, el periodista cumplía el rol de “enterado”, papel que le venía otorgado por la posibilidad que su trabajo le ofrecía de conocer con 24 horas de antelación lo que el público leería al día siguiente. Eso permitía ciertos lujos, como ser de los primeros en saber que el precio del carbón iba a subir, que los israelíes se encontraban en la orilla del Canal de Suez o la hora exacta de la muerte del general Franco. Poco después, los satélites, las parabólicas, las cadenas privadas de televisión, las radios digitales, las rotativas con capacidad de imprimir ediciones en una hora y, por fin, y de manera definitiva, internet y sus redes sociales, iban a dar al traste con esos privilegios.
No obstante, y a pesar de lo que en un principio cabría esperar, el periodista dejó de ser un “enterado” para convertirse en un vidente. Ante la complejidad de la información, el galimatías de noticias y el barullo de canales, el público, la masa espectadora, comenzó a precisar de traductores que les condujeran por las intrincadas líneas y que, en un acto de extrema fe, llegaran más allá y predijeran las noticias. Eligieron a los periodistas y éstos, con inocencia supina, aceptaron. Más tarde, llegarían los que, no conformes con profetizar acontecimientos futuros, empezarían a inventar y falsear sucesos presentes. Pero bueno, esa es harina de otro costal.
Y así, con el transcurrir del tiempo, los que pertenecemos al colectivo periodístico nos encontramos ahora con la obligación, heredera de aquellas prácticas, de dar respuesta a cuestiones tan insolubles y determinantes como quién va a ganar los mundiales de fútbol, qué partido triunfará en las próximas elecciones, de qué laboratorio se escapó el coronavirus, cuando se acabará la pandemia, qué va a hacer la Bolsa, ¿habrá Tercera Guerra Mundial?, ¿se reconciliarán Isabel Pantoja y Paquirrín?, ¿hubo tongo en Eurovisión?, y, dos clásicas: qué tiempo hará la próxima semana y -ésta sí que es de nota- cuándo se acabará la crisis económica.
Esta última pregunta suele ser la protagonista de la mayor parte de los interrogatorios, porque casi siempre vivimos en crisis o tenemos una en ciernes. A diferencia de las otras, que surgen en momentos puntuales, esta es persistente. Si además el interlocutor está informado de que te dedicas al periodismo económico, lo tienes claro. Has de predecir el futuro con profundas argumentaciones, hablar de índices de precios al consumo, de incrementos de PIB, de la locomotora alemana, de la invasión china, la bajada de los tipos de interés, la subida de la inflación, el monetarismo de la Reserva Federal norteamericana o el conservadurismo del Banco Central Europeo, del índice Nikkei o del Dow Jones. ¡Un sufrimiento!
Después de un cuarto de hora de profusas explicaciones macroeconómicas, entre las que incluyes de manera intencionada o temeraria algún gazapo que otro, que ya se sabe que en esto de la economía está todo por escribir, concluyes la disertación sin “mojarte” lo más mínimo con un prudente y rotundo: “Bueno, creo que para finales de año lo veremos todo diferente”. El otro, tu interlocutor, que te ha escuchado atento, con la mirada fija, en lugar de aplaudir tus sesudas y documentadas aportaciones, abre pausadamente la boca y, ¡el muy imbécil!, te suelta sin pestañear: “Pues yo tengo un primo que tiene una gestoría y me ha dicho que la cosa esta muy mal y que no se ve salida”.
En un acto de suprema humildad recoges tus trastos de platicar (palabra latinoamericana mucho más dulce que la de discutir) y te repliegas a las tradicionales posiciones de “enterado”. Para que tu oponente, que a esas alturas ya se ha convertido en tal, no se vaya de “rositas”, echas mano de toda tu inconsciencia e imaginación, y con un arrebato de soberbia infantil le espetas: “Pues me he enterado de que en el PP se va a montar un lío de narices”; a lo que el otro responde con sarcasmo: “¡Eso no te lo crees ni tú!”.