Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Desde que tengo memoria, desde que mis neuronas fueron capaces de almacenar información decodificable, mis recuerdos siempre han estado ligados al objeto, hábito o moda recomendados por aquel famoso eslogan publicitario que aconsejaba “Ponga un… en su vida”.
Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla, sino de una radio de bujías, que acaparaba mi atención en las tardes de costura de mi madre y en las veladas cansinas de mi padre. Ya entonces se oía el estribillo de “Ponga una Marconi en su vida”.
La llegada del frigorífico me dejó un poco frío. Aquel aparato aparatoso no formaba parte de nuestra cultura, en la que la fresquera tenía mucho más predicamento. Por eso, en este caso, mi recuerdo no está ligado al objeto sino al mensaje: “¿Qué dices? Que te fagorices”. ¡Soberbio!
La televisión marcó mi paso a la pubertad. Aquella caja, sobre la que se situaba una antena de cuernos y bajo la que descansaba un estabilizador, revolucionó mi mundo. Eso si que era un milagro. El que no ponía un televisor en su vida, no vivía el vértigo en blanco y negro.
La siguiente etapa de mi existencia estuvo influenciada por la tecnología al servicio del bienestar. Aún recuerdo el día en que mi padre me llevó a conocer las escaleras mecánicas de El Corte Inglés. ¡Sublime! Desde entonces me fue difícil entender una vida sin aquel artilugio, sobre todo cuando subía andando los infinitos peldaños que daban acceso al quinto piso en el que habitaba.
“Ponga pelo largo en su vida” fue el siguiente requerimiento que me hicieron los guardianes de la moda, que seguramente desconocían cómo se las gastaba mi padre con “los melenas”. Cuántos sufrimientos y desdichas me supusieron seguir aquella consigna que, para mi desgracia, se complementaba con otras que inducían a los pantalones acampanados y a los zapatos de tacón. ¡Para olvidar!
El radiocasete, aparato revolucionario en mi postadolescencia, desempeñó un papel fundamental en las relaciones con mis colegas del momento, expertos única y exclusivamente en sonidos reproducidos electrónicamente. Le doy gracias por haberme librado del ostracismo que amenazaba a los que no eran capaces de repetir, de memoria y sin titubeos, la lista de “Los cuarenta principales”.
La Universidad, primero, y el mercado laboral, después, me hicieron poner nuevas cosas en mi vida. Cenas los viernes por la noche, dinero para tomar copas, comer fuera de casa (de menú, por supuesto), un coche, una tarjeta de crédito, un préstamo hipotecario, ropa para los niños, apartamento para las vacaciones y adrenalina a espuertas para seguir peleando todos los días.
Ahora, soy incapaz de acordarme de todas las cosas que, a diario, me piden que ponga en mi vida. La última versión de teléfono móvil o de ordenador portátil, enganche galáctico a Internet, gimnasio inteligente, terapia antiestrés, viajes-aventura, concentrados vitamínicos y otras hierbas, todas hijas putativas de aquel “Ponga un… en su vida”, que sin embargo ya no almacenan recuerdo alguno en mis neuronas, no suscitan en mi memoria rostros, nombres o acontecimientos. Sólo son objetos, hábitos, modas. Nada más. Por todo ello, y llegados a esta vía muerta, yo propondría tirar por la calle de en medio y retomar el viejo eslogan, pero incorporando en él una sutil variación: «Ponga vida en su vida». Así de redundante sonaría la nueva consigna que difundiría a los cuatro vientos. Y si, por casualidad, algún descreído manifestara sus dudas sobre ella, yo, con toda humildad, le aconsejaría dirigir una mirada atenta a su alrededor. A Ucrania, por ejemplo.