Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Estridentes o sutiles, mecánicos o electrónicos, analógicos o digitales, de línea clásica o de diseño, de campanilla o de pitido, todos, sin excepción, todos ocasionan el mismo efecto cuando ejercen con maldita precisión su función en las primeras horas de la mañana. Los despertadores convulsionan la vida y, lo que es peor, el sueño de millones de personas condenadas a cumplir con el rito diario de traspasar las puertas de sus casas en busca del preciado mamut.
Si abrir los ojos, tomar conciencia de la realidad, separar del cuerpo las calientes sábanas y poner los pies en el suelo constituyen actos heroicos, ese ejercicio diario de abrir la puerta del hogar se ha convertido en una de las experiencias más penosas por las que ha de atravesar la ciudadanía, al menos la del primer mundo, en los inicios de este nuevo milenio.
Un miedo ancestral paraliza los miembros de los que intentan abrir la fatídica puerta para salir. Instintivamente piensan en lo que les espera más allá. Y con un impulso similar desean volver al vientre materno o, lo que es lo mismo, refugiarse entre las cuatro paredes de su caverna, donde no puedan oír los bramidos del mamut.
Recientemente, perdida en la madrugada, una película norteamericana del año 1986, “Inside Out”, me desvelaba algunos de los terrores que conlleva cruzar la puerta. Uno de los feos más feos del cine, Elliott Gould, conocido, entre otras, por sus recreaciones del detective Marlowe, interpretaba a un agorafóbico compulsivo que había cerrado a cal y canto las puertas de su apartamento, dispuesto a aislarse de por vida. Dormía de día, veía la televisión por la noche, desayunaba a las siete de la tarde y tomaba champán a las ocho de la mañana.
El contacto con el exterior lo mantenía únicamente a través del teléfono (en el tiempo en el transcurre la película, los teléfonos eran fijos y sólo servían para llamar por teléfono). A medida que avanzaba la cinta iba creciendo, hasta convertirse en pánico, su miedo a acercarse a la puerta. Ya no había nada capaz de abrir aquella mole de madera plagada de cerraduras de seguridad. Sin embargo, fuera todo seguía funcionando. Su socio aprovechó la ocasión para quedarse con el negocio; su ex-mujer se fue a vivir con la hija de ambos a otra ciudad; su mejor amigo, cansado del aislamiento, dejó de serlo; y los corredores con los que había cursado apuestas terminaron por dejarle en la más absoluta de las ruinas. Al final, superando sus miedos más ocultos, no tuvo más remedio que renunciar a su vida protegida, empuñar el pomo de la puerta y salir en busca del mamut.
Rodada un poco más al sur, otra película, “El Ángel Exterminador”, de Buñuel, relataba las peripecias de un grupo de burgueses mexicanos que, tras una cena, se quedaban encerrados en el salón de una lujosa mansión que, paradoja, tenía las puertas abiertas. Nadie se atrevía a traspasar aquel espacio que, aparentemente, no oponía barrera alguna. Sin embargo, todos miraban con ansiedad la estancia que se extendía al otro lado. Era tan sencillo, tan fácil. Sólo había que dar un paso, y luego otro, y otro. Aquellas personas se pasaban hora y media de película encerradas, asfixiadas por el calor, hambrientas hasta el borde de la inanición, deshidratadas por la falta de agua, hostigadas por la enfermedad, la falta de higiene y los instintos más salvajes y oscuros que, de manera progresiva, iban haciendo mella en sus cuerpos y mentes.
Transcurrido un tiempo indeterminado, que nadie era ya capaz de datar, y cuando todo parecía estar perdido, de manera tan circunstancial como surrealista el embrujo que aquel claustrofóbico espacio había ejercido sobre sus moradores desaparecía, se esfumaba. Éstos, entre sorprendidos y avergonzados, “liaban el petate” y salían sin dificultad por el mismo sitio por el que habían entrado días antes. Y aunque sus peripecias no quedarían ahí, y darían para seguir con el relato, la verdad es que nunca he sido partidario de desvelar los finales de película, y no lo voy a hacer ahora; y mucho menos cuando se trata del de una de las obras maestras de la cinematografía mundial.
Lo que sí me atrevo a poner de manifiesto es que la puerta, tangible o intangible, siempre está ahí, delante de cada uno de nosotros. Traspasarla nos da pánico; no hacerlo puede suponer nuestro fin. Por eso el instinto de supervivencia nos lleva a agarrar con fuerza el pomo y tirar de él sin pensárnoslo dos veces. ¡Ánimo!, el mamut nos espera, y, por mucho miedo que le tengamos, no se va a marchar.