Por Carmen Torres Ripa
He permanecido un rato en el quiosco de periódicos. Había montones, más o menos altos, con distintas manchetas. Algunos, no los he comprado nunca. Natxo, el dueño del establecimiento, me mira esperando que elija. He sonreído con tristeza y le he dicho:
-Hoy no compro ninguno.
El Deia no estaba.
-Hace tres semanas que falta.
-Lo sé. Hace tres semanas que no escribo un artículo.
Esta noche he pensado que lentamente -por huelga o sin huelga- van a ir desapareciendo esos periódicos apilados.
– Es el futuro, mamá. Me dijo ayer mi hija Miriam. Sigue escribiendo.
Lo sé, pero el saberlo no me quita la pena. Recuerdo que en Siria vi los primeros libros de la Humanidad. Eran piedras seguidas, formando una unidad inexplicable. ¿Cuánto tiempo tardaron en contar una historia, promulgar una ley, redactar un tratado de paz con los enemigos…?
El tratado existe o existiría. Pienso que después de la guerra no quedará ni un verso suelto. La paz no interesa.
Soy tradicional y me descoloca escribir sabiendo que mi artículo de hoy quedará con las letras en el aire y colgado en una nube que no sé que color tiene. Seguro que no es azul.
Esta mañana he hablado con mi amigo Gorriti.
-¿Qué haces? -le he preguntado.
– Nada.
Y se ha quedado dos segundos en silencio.
-No sé qué pintar, no sé qué escribir, no sé que esculpir. Y, sin embargo, estoy trabajando. Trabajando en nada. La nada no es nada, pero es el principio de algo.
Después me cuenta que al amanecer ha ido al bosque y se ha abrazado a un árbol grande.
-No podía separarme de él. El árbol me cobijaba en un vacío abundante. Y en su abrazo de silencio, he hecho música. Algo que no sé. Es como cuando escribo y no sé lo que escribo.
Tengo en mi mesilla Memorias de África, de cada página podría robar una cita. Estoy acabando el libro por segunda vez y, casi al terminarlo, he leído una línea dentro de una frase más larga: “Si les quitas las cosas que quieren ver y que esperan seguir viendo, les quitas en cierto modo los ojos”. Se refería a los hombres y las mujeres de distintas tribus que vivían en aquella granja que comenzaba el libro con su recuerdo :”Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Negog. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte y la granja se asentaba a unos seis mil metros. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes, eran limitadas y sosegadas, y las noches, frías”.
Isak Dinesen, con este principio, estaba viviendo su adiós a África. Se sentía hermanada con aquella gente que había estado con ella tantos años. Para la escritora danesa, su mirada se quedó en África y sus ojos se nublaron para siempre.
Hay un desprendimiento de desarraigo cuando abandonas una casa, para ir a otra. Tienes que volver a recuperar los ojos y procurar que las lágrimas no te empañen la posible belleza del nuevo hogar.
A la escritora le gustaba volar con la avioneta de su amigo Denis y, cuando volvía, un kikuyu le preguntaban:
-¿Has visto a Dios?
La dama, negaba con la cabeza.
-Pues entonces no sé para que te has ido.
Añoro Deia porque no veo el periódico, no esta en la balda de la prensa del día. Quizás, mañana o pasado vuelva. Al fin, todos abandonarán el sitio de sus baldas. Quizás después, nos espere una sorpresa. Quizás.
-Escribo nada, pero igual es el principio del algo.