Por Mikel Pulgarín, periodista y consultor de comunicación
O mucho me equivoco, o lo que ahora llamamos crisis tiene poco que ver con aquellas otras que se hicieron famosas a lo largo del turbulento siglo XX. A los hechos me remito. Sólo hay que volver la vista atrás, a finales de los años 20, y contemplar las ventanas de aquellos imperiales edificios de la Séptima Avenida de Nueva York, abiertas de par en par, por las que segundos antes se habían arrojado al vacío seres temerosos de no poder hacer frente al pago de la cuota mensual del Club de Polo. O a los millones de personas que dejaron sus hasta entonces seguros hogares (“home, sweet home”) para formar parte de una legión de mendigos que merodeaban por estaciones y basureros. Y para qué hablar de aquel Berlín de los años 30, en el que viajar en Metro podía llevar a la ruina a una familia de la llamada clase acomodada. O de la postguerra española, los famosos “años del hambre”, que sin duda son para echar de comer aparte.
En la década de los 70 las crisis adquirieron otro cariz. No afectaron tanto al elemento culinario como al pecuniario. El “oro negro” trastocó esquemas y provocó el desconcierto entre tirios y troyanos. Los primeros efectos fueron notorios en las fachadas de muchas empresas. Cuando una industria deja sin pintar sus paredes exteriores, algo extraño sucede en el interior. En aquella época todo se impregnó de desconchado y hollín decadentes, y el personal tomó conciencia de que nada volvería a ser como antaño. Más tarde, los defectos en los enlucidos de los muros dieron paso a largas hileras de personas haciendo tiempo delante de locales en cuyos frontis podían leerse las siglas INEM. Y todos, por simpatía, más que por empatía, decidimos que eran momentos de crisis. Recogimos velas, recortamos gastos y pusimos cara de circunstancias. Lo demás llegó “motu proprio”. Tristeza generalizada, ausencia de esperanzas y dolor de los pecados.
Pero ahora, y a pesar de que las circunstancias pueden ser, para otros tantos millones de personas, iguales o incluso perores que aquellas de antaño, todo ha cambiado. Esto ya no es lo que era. ¿Crisis?, ¿Qué crisis? Caravanas kilométricas, hoteles al cien por cien de su capacidad, restaurantes sin posibilidad de reserva, campings rebosantes de individuos con chándal, procesiones observadas por multitudes aposentadas ante una copa de fino y un plato de gambas, infinitos rostros quemados por la nieve de las estaciones de esquí, autobuses repletos de caras sonrientes, ciudades vacías, pueblos repletos…
Un poco de seriedad. Seamos consecuentes. Si esto es la crisis, seguro que nos hemos vuelto todos locos, y si no lo es, por qué demonios nos empeñamos en utilizar ese apelativo tan respetable para referirnos a algo que poco o nada tiene que ver con lo mentado. Algo falla o, si no, todos jugamos al engaño. Nos hemos habituado a compadecer o a que los demás se duelan de nuestras desgracias. Todos tienen penas que sacar a la luz. Viste mucho más el pesimista impenitente que el optimista bien intencionado. Ya no hay quien se atreva a mostrar una sonrisa, por si acaso la mueca se torna en llanto. ¡A Dios rogando y con el mazo dando!
Aún a riesgo de ser lapidado, afirmo que no me creo lo de la crisis. Bueno, con las pertinentes salvedades. Me refiero a esa crisis general de la que muchos alardean, no de las particulares que, sin duda, existen en forma de millones de dramas personales. Afirmo, y ratifico, que tras ese término se esconde más de una hipocresía, más de un vicio privado que se oculta de la pública virtud. Seamos consecuentes, y a los hechos me remito. Analicen, por ejemplo, lo ocurrido durante estas vacaciones de Semana Santa. O mucho han cambiado las cosas o hay que volver a preguntarse lo de ¿crisis?, ¿Qué crisis?