Por Julen Rekondo vía artículo del DEIA
En lo que llevamos de siglo XXI, la crisis climática -deberíamos más bien hablar de tragedia climática- sigue una tendencia cada vez peor. El último de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), hecho público el pasado 18 de mayo, señala que en 2021 marcaron su nivel más alto cuatro indicadores de la crisis climática -la concentración atmosférica de gases de efecto invernadero, la subida del nivel del mar, el calor acumulado en mares y océanos y la acidificación de estos últimos-, y que en lo que llevamos de 2022, las cosas van a ir a peor.
Según la nota de prensa de la OMM, el Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, censuró el 18 de mayo “la sombría confirmación del fracaso de la humanidad para afrontar los trastornos climáticos” y se sirvió de la publicación de este emblemático informe para reclamar la adopción de medidas urgentes encaminadas a encarar una transformación de los sistemas energéticos y alejarnos así del “callejón sin salida” que representan los combustibles fósiles.
Sin duda, no puedo estar más de acuerdo con las declaraciones del Secretario General de Naciones Unidas de que los combustibles fósiles son un callejón sin salida y que suponen un gran fracaso de la humanidad. Hay que ir a las energías renovables y abandonar los combustibles fósiles, pero también hay que reducir de forma drástica el consumo energético.
Descendiendo al caso de nuestra comunidad, estamos en una situación de emergencia climática, aunque no sé si somos muy conscientes de ella. La terminología de “emergencia climática”, cuya declaración fue aprobada por el Gobierno vasco y por el Parlamento Vasco en sendas declaraciones en 2019, significa que el cambio climático está ya aquí, que estamos llegando tarde y que hay que redoblar los esfuerzos para que no se agrave y para adaptarnos.
En Euskadi, tenemos una industria muy consumidora de energía, un modelo de transporte de viajeros y mercancías basado fundamentalmente en la carretera -el sector del transporte es el que más crece en emisiones de gases de efecto invernadero (GEIs), el doble que en 1990-, según el último inventario de emisiones de gases de efecto invernadero que hizo público el pasado 13 de junio los directores generales del Ente Vasco de la Energía (EVE) y de la Sociedad Pública de Gestión Ambiental (IHOBE), del Gobierno vasco-, y una bajísima producción de energías renovables -las renovables alcanzan solo un 16,2% del total de la generación de electricidad en 2020, mientras que en el Estado español fue el 44%-, y en la que la sociedad vasca consume una cantidad enorme de energía fósil, alrededor de un 80%.
Dentro de esta situación, cabe mencionar de forma positiva, aunque habrá que ver si se mantiene en los próximos años, los datos aportados por el citado último informe de gases de efecto invernadero, de que “la pandemia marca una reducción histórica del 11,7% en las emisiones de gases a la atmósfera en Euskadi, aunque el Gobierno vasco prevé un repunte tras el Covid, pero confirma la tendencia a la baja iniciada hace quince años, aunque las emisiones del transporte siguen siendo un problema importante, superiores a las de 2005, y que han doblado a las de 1990”.
¿Es suficiente o insuficiente esa reducción cercana al 12%? “El Gobierno Vasco valora que esta reducción de emisiones confirma la tendencia a la baja iniciada hace quince años y cita algunas referencias. Por un lado, el 11,7% de reducción es ligeramente superior al registrado en Europa (11%) y también a la caída del Producto Interior Bruto (PIB), que fue del 10%. Y es precisamente ese aspecto el que ha llevado a una valoración positiva al Gobierno Vasco.
Por otra parte, desde las instituciones y los sectores económicos de Euskadi se habla de una transición energética basada en una eliminación progresiva de los combustibles fósiles y su sustitución por las energías renovables y el hidrógeno verde, además de políticas de ahorro y eficiencia energética. Pero, ¿esto es posible?
Para responder a esta pregunta, convendría tener en cuenta algunas cuestiones como: ¿Cuál es potencial máximo de las energías renovables? ¿Qué soluciones existen para algunos problemas que tienen las renovables, como el almacenamiento y la intermitencia? ¿Existen límites materiales a su desarrollo como los minerales, la ocupación y el impacto en el territorio?
El investigador científico y divulgador de los problemas de sostenibilidad de nuestra sociedad en el Instituto de Ciencias de la Mar de Barcelona (CSIC), Antonio Turiel, sostiene que “estamos asumiendo que la producción de energía renovable es infinita o muy grande, y eso no es verdad”. Desde un sector muy importante de científicos se considera que “con fuentes de energías renovables se puede producir el 30 o el 40% de lo que estamos consumiendo ahora mismo con todas las fuentes de energía. El incremento en la producción de energías renovables no es neutro con respecto al medio ambiente. Necesitamos grandes extensiones de territorio para poner esas energías renovables y esto genera problemas, porque el territorio no solo lo usamos para la energía, sino que usamos también para la alimentación y también para preservar los ecosistemas que en estos momentos también están siendo vulnerables».
Por otra parte, hay que tener en cuenta que las energías renovables se producen mayoritariamente en forma de electricidad, que es una energía que no es fácilmente almacenable. Y en el caso de las renovables es muy difícil, por no decir imposible, regular su producción, dado que ésta se encuentra a merced de las condiciones meteorológicas: la existencia de viento y de luz solar, principalmente. Además, las energías renovables necesitan elementos no frecuentes en la naturaleza, y que cada vez son más escasos.
Es por ello, en mi opinión, que es imprescindible y urgente un cambio del modelo económico-social de producción y consumo, que conlleve un descenso radical del consumo energético, entre otras cuestiones. El actual nos lleva a un callejón sin salida. El sistema económico y social en que vivimos es el responsable de la situación que tenemos en la actualidad, basado en el crecimiento y un consumismo exacerbado, que provoca el deterioro y la degradación ambiental.
Pero también habría que ver en qué medida la ciudadanía en nuestra sociedad está dispuesta a cambiar esta situación. El estilo de vida actual es absolutamente incompatible con la defensa de nuestro planeta. Oímos con frecuencia que hace falta más ambición climática y que hay que pasar a la acción. Pero pasar a la acción significa aceptar cuestiones como menos consumo, menos desplazamientos, menos velocidad, menos prisa, y un sinfín de cosas más, y más austeridad, más equidad, más solidaridad, al tiempo que se revoluciona el orden socioeconómico. Nuestra sociedad está lejos de plantearse algo así, aunque hay que intentarlo.