Por Montxo Urraburu
A nadie se le escapa que los estadios presentan no pocas similitudes a los templos o espacios litúrgicos. Son el escenario de la gran ceremonia en torno al cual se apiñan las multitudes. El carácter acogedor e imponente de ese santuario propicia la metamorfosis del ciudadano que antes de traspasar sus puertas era una persona normal y de pronto se transforma en un eufórico y desatado forofo. Todo está preparado para el gran espectáculo: desde la disposición de las gradas hasta la demarcación del césped. Hay aficionados que manifiestan en su testamento la voluntad de que sus cenizas sean esparcidas por el campo de sus amores – yo conozco a algunos que descansan en el. Templo pero también hogar al referirnos a “jugar en casa” o en campo propio.
Pero y, ¿a todos los adictos al futbol que, sin acudir al campo contemplan el partido por la televisión o lo escuchan a través de la radio, se les puede considerar también creyentes o les mueve otro impulso ajeno a la religión del futbol?. En su mayor parte, los símbolos que componen este deporte son signos de carácter identitario. Eso puede explicar el interés de los políticos, especialmente los defensores de propuestas localistas, ponen en vincular a los clubes con sentimiento de pertenencia territorial. Poco importa que los clubes estén nutridos principalmente, por jugadores de origen foráneo. La fuerza de los signos ( los colores de la camiseta, la insignia, la bandera) es tan arrebatadora que otorga a los recién llagados una especie de estatuto de nativo con más pedigrí y solera que los más viejos del lugar. Basta con que marquen goles y contribuyan a las victorias sobre el equipo rival. Sera la afición quien otorgue o deniegue ( con sus aclamaciones o pitadas) la carta de ciudadanía al ídolo de turno. Desde instrumento para la exaltación patriótica hasta pretexto para el desahogo violento, desde juego reiterativo, pero adictivo hasta negocio de primer orden a cuyo influjo polifacético que pone en circulación productos de todo género, desde actividad deportiva que enseña a ganar, a perder y a colaborar hasta fuente de pasiones ciegas e incontroladas, lo cierto es que el futbol supone sin duda un hecho social de primer orden.