Por Zigor Aldama
Nunca ha habido tantos empleados públicos, pero los servicios que prestan se deterioran. Así veo Euskadi tras 20 años viviendo en China.
En la década de 1990, los trenes de Feve unían Bilbao y Balmaseda en 53 minutos. Hoy tardan diez más. Y, por si fuese poco, la puntualidad de la que hacían gala los convoyes de esta línea integrada en Renfe y Adif en 2013 también es cosa del pasado. Es raro el que llega a la hora, y habitual la supresión de servicios por falta de personal u otros motivos. Pero el porqué de este deterioro general, sin embargo, es un misterio, ya que tanto Adif -responsable de la infraestructura- como Renfe -operadora de los servicios- echan balones fuera. La primera hace hincapié en las inversiones planeadas para reforzar taludes, electrificar la vía que no lo está aún, e implementar el sistema de seguridad Asfa. La segunda considera que ese sistema de seguridad “del siglo XXI, implantado en una infraestructura anticuada” es lo que ralentiza los servicios, aunque reconoce que los trenes que utiliza son viejos y que no se sabe cuándo llegarán unos nuevos. Además, incide en que la empresa “está en un proceso de renovación de plantillas”, lo cual explica que se eliminen servicios constantemente.
Mientras tanto, los viajeros huyen. Como explica María Luisa, una usuaria del servicio que dejó de serlo hace un año, “la falta de puntualidad impide que cojamos el tren para ir a trabajar y tengamos que utilizar el coche”, algo que “tiene poca lógica si se trata de impulsar la transición ecológica”. La esperanza de los vecinos del primer tramo del trayecto, el que llega hasta Alonsotegi, está puesta en la futura línea de metro propuesta hasta ese municipio, pero muchos rebajar sus expectativas señalando el sempiterno retraso de la inauguración del tren de alta velocidad a Euskadi, otro de los lastres económicos del territorio. La sensación es generalizada: “Todo va a peor”.
Mientras países en vías de desarrollo como China incrementan drásticamente la velocidad de sus trenes y dibujan una red de ferrocarril cada vez más tupida, la línea Bilbao-Balmaseda, que continúa hacia Santander y León -a los que se llega tras un tortuoso viaje de tres y de ocho horas respectivamente-, es paradigma de la creciente decrepitud de unos servicios públicos en los que, curiosamente, trabajan más funcionarios que nunca. De hecho, en 2021 se alcanzó en España la cifra récord de 2,71 millones, 400.000 más que en 2002. Eso supone un crecimiento del 18% en dos décadas en las que la población ha aumentado un 15%. Euskadi, por su parte, ha pasado de 104.276 empleados públicos en 2005 a 121.247 este año (+16%), mientras que, en ese período, la población solo ha crecido de 2,104 millones a 2,193 millones (+4%). Teóricamente, ese gran desequilibrio entre ambas variables, sumado al proceso de digitalización iniciado por las diferentes administraciones, debería mejorar el servicio que reciben los ciudadanos y no al revés.
Una degeneración similar se vive en los aeropuertos, y no solo en los españoles. Como explican empleados de Aena, “la falta de personal, que durante la pandemia fue despedido y que ahora no desea volver con unas condiciones salariales penosas”, provoca un caos que se siente por todo el continente. Tanto que Londres o Ámsterdam han decidido limitar a 100.000 y 70.000 el número de pasajeros diario en sus aeropuertos -el de Heathrow en el caso de la capital británica-, una medida que ha obligado a numerosas cancelaciones y desvíos. En nuestro país, cada vez más maletas viajan sin su dueño por falta de mano de obra, y en los aeródromos vascos, además, las conexiones con Madrid se han reducido sustancialmente. El de Bilbao ha recuperado el 80% de las rutas de antes de la pandemia, pero el número de vuelos solo alcanzará la mitad.
Alonsotegi, un pueblo vizcaíno de poco más de 2.000 habitantes tristemente famoso por los casos de corrupción que han salpicado a su ayuntamiento, es buen reflejo de lo que sucede en los servicios públicos. Allí, como en muchos otros lugares, la oficina de Correos solo abre de 11 a 13; en su ambulatorio, las citas con el médico de cabecera a menudo se alargan una semana; y la desidia de la administración municipal alarga trámites burocráticos mucho más allá de los límites estipulados.
Por ejemplo, la primera respuesta a una solicitud de licencia para construir una vivienda unifamiliar, que debería llegar en un máximo de tres meses, se demora más de seis. Y el proceso se eterniza más allá de un año debido a la inoperancia de otras instituciones, como Ura. Según calculó EY en 2020, la demora en la concesión de este tipo de permisos en España es de 12 meses, un retraso que tiene un impacto económico sustancial: 12.802 euros de sobrecoste medio por cada vivienda, aunque puede acercarse hasta los 40.000 euros en las zonas donde más tardan.
Ahora, ese daño es incluso mayor por la inflación, y supone un peligro para la supervivencia de promotoras de tamaño modesto. “Adquirimos los terrenos, contratamos las obras, y los retrasos nos provocan mucho perjuicio. Debido al encarecimiento de los materiales, el perjuicio al cliente es cada vez mayor, pero la Administración se desentiende de toda responsabilidad aunque el problema está en su lentitud. Estos retrasos en una empresa privada como la nuestra serían totalmente inaceptables”, comenta uno de los directivos de una constructora vizcaína que prefiere mantenerse en el anonimato.
Esta situación desespera a vecinos como una pareja que adquirió un terreno para construir su vivienda y que, finalmente, dos años de espera después, ha desistido en el intento y ha decidido mudarse a otro municipio. El ayuntamiento de Alonsotegi se defiende asegurando que la arquitecta municipal está desbordada de trabajo, aunque localidades con mucha más población y recursos similares cuentan con tiempos de espera notablemente inferiores.
Curiosamente, esta falta de eficiencia afecta también a las arcas municipales, que en el caso de Alonsotegi están especialmente necesitadas de ingresos para continuar reduciendo su abultada deuda, que aún duplica a la de Bilbao medida por habitante. “Los ayuntamientos dejan de ingresar la recaudación del IBI urbano correspondiente a propietarios de nuevas viviendas durante el periodo de demora, y lo mismo ocurre con otra serie de tributos que acompañan a la titularidad de una vivienda, como la Tasa de Vados o el Impuesto sobre Construcciones, Instalaciones y Obras (ICIO)”, explica EY, que cuantifica en más de diez millones de euros el importe que la ciudad de Madrid deja de ingresar cada año por los retrasos.
La sanidad pública tampoco es lo que era. La lista de espera para operaciones quirúrgicas en Osakidetza -que ha aumentado su plantilla hasta superar las 27.000 personas- está en 63 días, 9 días más que hace una década, y la demora para ver a un especialista ha aumentado incluso más. Así, no es de extrañar que la contratación de seguros privados vaya en rápido ascenso: se disparó un 58% entre 2001 y 2021, y ya el 22% de los vascos cuentan con uno.