Por Pedro Aguilar
El día 28 de septiembre, Manu Leguineche habría cumplido 81 años. El viernes 30 de septiembre la Diputación de Guadalajara, en colaboración con la Universidad de Alcalá de Henares y la FAPE, hace entrega al periodista Ramón Lobo de la 10ª edición del Premio Internacional de Periodismo “Cátedra Manu Leguineche” que lleva implícita una Cátedra Honorífica en dicha Universidad. Es el décimo aniversario de un premio que en las bases de su primera edición deja claras sus intenciones: “Honrar la figura de uno de los grandes periodistas españoles cuya trayectoria se ha destacado por su intachable independencia, rigor y respeto a la verdad, como principios fundamentales del ejercicio profesional”.
En la primera edición, el propio Manu Leguineche entregó el Premio a la periodista mejicana Lydia Cacho, torturada, perseguida y hoy exiliada en nuestro país por contar la verdad que se esconde detrás de las mafias de la prostitución y la trata de personas en Méjico. En las dos primeras ediciones, la Diputación de Guadalajara contaba con la colaboración, además de la FAPE, de la Asociación de Periodistas Europeos (APE) y de la Federación Internacional de Periodistas (FIP), miembros de estas tres asociaciones formaron parte de los dos primeros jurados. Sería a partir de la tercera convocatoria, tras un lapsus de dos años nunca bien explicado, que se incorporó la Universidad de Alcalá de Henares, desaparecieron la APE y la FIP,y el premio agregó el epígrafe de “Cátedra” a su convocatoria, abriéndose al orbe Académico, del que Manu Leguineche debe formar parte por mérito propio como maestro de maestros del Periodismo.
Todos los 28 de septiembre, un grupo de amigos de Manu nos reuniramos a comer en el jardín o en el amplio portal de su casa de Brihuega y escuchábamos la guitarra de su médico Manuel Millán.“No cura pero alivia”, decía de él con socarronería Jesús Rodrigo, el jardinero filósofo, fiel amigo de Manu. También escuchábamos el acordeón llegado del País Vasco. Su música humedecía los ojos de Manu. Cantábamos al socaire de un buen vino y una copa de aguardiente de Morillejo de la “arroba”, que nunca tenía fin. Ese día Manu se transformaba en un niño pequeño, “suave, alegre y mimoso como un peluche”, como le describió su amigo Paco Umbral al recordarle junto al hijo que perdió y al que Manu adoraba como suyo. El día 28 de septiembre, el incansable reportero hacía un alto en el camino y volvía a su infancia arropado por el calor y la admiración de quienes le queremos, porque sigue a nuestro lado. Ese día, desaparecía el mito del periodismo y resurgía el hombre cálido, cercano, detallista, sentimental y amigo de las sobremesas.
Manu tenía fama de hombre solitario, y ejercía de ello a tiempo parcial, pero no lo era. Repetía con frecuencia aquella frase de Luis Cernuda: “la soledad es un inmenso abrazo”. Utilizaba el verso como un puntal, como un soporte sobre el que descansar la inseguridad de quien hace una cosa pero siente la tentación de hacer otra. Manu necesitaba estar solo para escribir, para viajar y para trabajar , “hacía la guerra por su cuenta”, pero enseguida se saturaba de soledad y abría la puerta para que entrase alguien, daba igual quién. “Pedrito vente a La Mata (la primera casa que Manu tuvo en Guadalajara, término de Torija) y nos bajamos a Cañizar a echar un mus”. Y eran las tantas y lo hacíamos y nunca tenía prisa, era “fieramente humano” como tantas veces repetía Javier Reverte.
La primera imagen que tengo de Manu Leguineche es la de un escritor decimonónico. Envuelto en una manta, aporreando una vieja Olivetti con sus dedos y alumbrado por tres camping gas que le servían de estufa en su vieja casa de campo. Era el año 1991. Manu hacía unos meses que se había comprado la “casa del inglés” en la cuesta del pueblo de Cañizar. No tenía luz eléctrica, todo funcionaba con un depósito de gas que siempre estaba averiado, pero a Manu le daba igual. Había venido a Guadalajara atraído por su cercanía a Madrid y porque el paisaje que se ve desde La Mata le recordaba a Kenia y los vallejos alcarreós su Guernika natal. Guadalajara le había elegido, como él decía siempre. A partir de entonces la Alcarria de su admirado Cela sería su paraíso, el lugar donde se retiraba a escribir sus libros. Y Manu, aunque no era del mismo Bilbao, sino de una aldea, no iba a consentir que los caprichos de un depósito de gas le impidieran escribir, aunque esa noche del mes de febrero en Torija, la “casa del inglés” estuviera a cero grados.
Con los años comprobé que Manu era un adicto a la lectura y a la escritura, pero que su única pasión era el periodismo. Con los primeros rayos de sol del invierno se sentaba en la puerta de casa o en el jardín, ya en Brihuega, encendía la radio e iba desmenuzando uno a uno todos los periódicos y revistas que se habían ido acumulando durante la semana y los almacenaba en un cesto.
No había ordenadores, pero su cabeza privilegiada, superdotada diría yo, le bastaba para recordar dónde estaba aquel artículo y qué decía. Cuando había terminado la tarea cogía un libro y sólo levantaba la cabeza al sonar las señales del parte radiofónico. Después, unos vinos, la comida, una partida de mus (su otra pasión) y a escribir. Primero los artículos del día para la agencia, después los libros. Manu dormía muy poco, su cabeza no paraba de escribir.
Uno de los pocos premios que no le dieron, y en Periodismo los tiene todos, fue el del Mérito al Trabajo, ningún jurado estaba capacitado para seguir su ritmo diario y emitir un juicio justo. Hasta que su enfermedad le fue dañando, Manu siempre estaba trabajando. Jugando al mus había veces que se quedaba ausente, algo le había venido a la cabeza y a partir de ese momento la partida se precipitaba, le quemaba dentro y tenía que soltar lo que fuera, negro sobre blanco, ya.
Leer, escribir, su profesión, jugar al mus y sus amigos eran los cinco sentidos de Manu Leguineche. Te recibía con una sonrisa y seguía aporreando teclas hasta el último punto del penúltimo artículo de ese día, porque casi siempre había otro a la vuelta. Cuando se levantaba de la silla sabías que empezaba otra vida: ” ¿Nos vamos a comprar carne a Raposo y hacemos unas chuletas?…”. La sonrisa de Manu era un buen presagio y siempre iba acompañada de la frase capaz de transformar un día normal en otro irrepetible.
Hoy, recordamos esa sonrisa como el abrazo de la soledad en que nos dejó su último viaje. En esa sonrisa se esconden su ansia vital, su sabiduría y su enorme humanidad. Tres virtudes de las que nos alimentamos tantos, durante tanto tiempo y de las que nos sentimos huérfanos quienes aprendimos de sus consejos, nos admiramos de su humildad y abrazamos con él sus ganas de vivir. Manu, el viernes ya no estarás cuando se entregue tu décimo premio, como estuviste en la primera edición, pero seguirán los pájaros cantando para ti.