Por Mikel Pulgarín– Periodista y Consultor de Comunicación
La eclosión y proliferación de las múltiples cadenas y plataformas televisivas no ha podido con una de las tradiciones más abigarradas y hermosas de nuestra Navidad. Antes de que el color, las pantallas de plasma y la digitalización irrumpieran en el espacio televisivo, los adoradores de “la caja tonta” ya éramos testigos, año tras año, de un milagro que se situaba a caballo entre los deseos más profundos y el anhelo de un mundo perfecto. Todas las navidades, ya próximo el nuevo año, la televisión, la única y verdadera, nos transportaba a un reino de ensoñaciones y flirteos con lo imposible. Aquella ventana a la fantasía abría la espita de nuestras emociones, en un derroche de buenismo solo comparable al tamaño de nuestro candor; y es que la ingenuidad era el mejor pasaporte a ese país de fábula que nuestras mentes tejían sin interrupción.
A pesar de las múltiples dificultades, de las necesidades generalizadas o del gris que teñía nuestras existencias, nos sentíamos dichosos de estar vivos; apurábamos hasta el último sorbo las escasas emociones que nos deparaba el día y anhelábamos un futuro que, aunque desconocido, intuíamos luminoso, alegre y en color, convencidos de que lo mejor estaba por llegar, y de que cualquier pasado, por definición, siempre sería peor. Mientras eso ocurría, en tanto que nuestras vidas encontraban los nuevos caminos que el destino les deparaba, nos aferrábamos a las pantallas del televisor ávidos por intuir cómo habría de ser ese mañana, aún no escrito; por reencarnarnos en unos personajes de película que vivían sin cortapisas, siempre vencedores, amados y admirados, incorruptibles, inasequibles al desaliento. Sí, no cabía duda, nuestras vidas futuras serían como las de aquellos seres maravillosos que poblaban la televisión. Allí, en aquel espacio etéreo, los milagros eran posibles, y, si además tenían lugar en Navidad, pues mucho más. Así, año tras año, nos fuimos imbuyendo del denominado “espíritu navideño”, y a través de la televisión y de su programación incorporamos a nuestras vidas una peculiar relación con estas fiestas.
Descorrido desde hace ya mucho tiempo el tupido velo de la inocencia; conscientes de que el destino juega con cartas marcadas; convencidos de que la vida peca de mentirosa, y promete lo que no puede cumplir; escarmentados de las profecías y de los falsos profetas, llevamos años mirando atrás con nostalgia, deseosos de reencontrarnos con ese duende que encandiló nuestras navidades infanto-juveniles. Y por mucho que nos esforzamos, no damos con él. También este año, a pesar de transitar por la incertidumbre y la zozobra, no hemos tenido otra opción que rememorar aquel tiempo pasado en el que el futuro aún era previsible. Y, una vez más, no nos ha quedado otra que regresar en busca de consuelo a nuestro refugio en la pantalla portentosa, ahora más grande, más plana y también más insulsa, y reiniciar el sortilegio que antaño nos funcionó, y que ahora, un año más, ha hecho que de nuevo haya sido posible el milagro.
James Stewart, el actor norteamericano que simbolizó como ningún otro al “hombre tranquilo”, se aferra a la barandilla de un puente y observa con la mirada perdida, y un rostro al que no nos tiene acostumbrados, la turbulencia de unas aguas que amenazan con tragarse en un segundo sus ilusiones y sueños de toda una vida. Los copos de nieve le golpean la cara y el impulso de saltar se vuelve irrefrenable. El sonido provocado por un cuerpo al caer al agua hace que el espectador se imagine lo peor. Pero, de pronto, la cámara nos devuelve a un James Stewart que sigue agarrado al pasamanos, y que, inopinadamente, sin pensárselo dos veces, se arroja a las profundidades del río; no para poner fin a su vida, sino para salvar otra.
Más adelante, nos enteramos de que el rescatado es un aspirante a ángel, un ser celestial en prácticas, que aún no ha logrado sus alas, y que es enviado a la tierra por los mandamases del cielo con la misión imposible de recuperar del abismo a un Stewart desolado. Y es que todas las esperanzas e ilusiones de éste, su trayectoria vital, se han malogrado tras ser victima de una fatalidad provocada por un error involuntario que, aprovechado por un especulador sin escrúpulos, le llevará sin remedio a la cárcel y al deshonor, a la ruina económica y social, a tirar por la borda años de esfuerzos y de entrega desinteresada, tanto a sus convecinos como a la ciudad que le vio nacer; y, lo que aún es peor, a la pérdida de sus amigos y familia. Por todo ello, el personaje al que da vida James Stewart no tarda en convencerse de que su existencia no tiene ningún sentido, y que lo mejor para él, y para los demás, habría sido no haber nacido.
Y el deseo se hace realidad. Ayudándose de artimañas y trucos celestiales, el ángel le muestra a Stewart qué hubiera ocurrido si no hubiera nacido, que habría sido de las personas con las que se relacionó, de los proyectos en los que se embarcó y de los lugares en los que habitó. Así, la cámara acompaña al serafín y a su pupilo en un kafkiano recorrido por la ciudad, borrada ya cualquier huella de la presencia de nuestro James en la vida real; las imágenes en blanco y negro muestran un pueblo totalmente transformado: donde se erigía una gran estación que trajo prosperidad, ahora solo crecen malas hierbas; donde se ubicaba un magnifico parque, siempre lleno de niños, sólo queda un espacio yermo; donde se levantaba un boyante complejo industrial, solo sobreviven chimeneas en ruinas; y en la calle principal, antes lugar de encuentro y ocio de una población satisfecha, ahora reina una pléyade de garitos y tugurios que, entre el bullicio y los altercados, ha deteriorado la convivencia ciudadana. Y es que la decadencia, la depresión económica y el desempleo se han extendido por doquier, debido a que las iniciativas que nuestro protagonista promovió, y que tanta riqueza y bienestar llevaron a la ciudad y a sus habitantes, ya no existen, porque quien tenía que haberlas impulsado nunca llegó a nacer.
Algo similar ocurre con las personas con las que el personaje de James Stewart convivió en su primera existencia. Todas las que tuvieron alguna relación con él, las que interactuaron y se cruzaron con él, todas, sin excepción, han cambiado. Ninguna de ellas es la misma que sería si nuestro protagonista hubiera tenido una vida. Así, el hermano pequeño de Stewart, al que este salvó de morir ahogado en la infancia, yace en una tumba de un triste cementerio; y sus padres, afectados por la tragedia, nunca más fueron los seres amables y alegres que educaron en la bondad a sus hijos; y el entrañable farmacéutico, al que James evitó que envenerara accidentalmente a un paciente, es ahora un ex presidiario alcohólico y amargado que destruye su vida trago a trago; y tampoco es la misma su feliz y amante esposa, ahora una mujer frustrada; y sus hijos,… sus hijos no existen porque no llegaron a nacer. En fin, que, abrumado por tanta evidencia, nuestro héroe no puede por menos que solicitar del ángel su regreso a la vida, aunque es consciente de que ello le supondrá enfrentarse a las enormes contrariedades de un destino incierto, y de que los problemas que le condujeron a desear la muerte aún le esperan. Y, como no podía ser menos, el milagro se produce.
El milagro que tiene lugar todos los años por estas fechas, y al que con torpeza me vengo refiriendo desde el inicio de estas elucubraciones, tiene titulo de película y se llama “¡Qué bello es vivir!”. Una obra cinematográfica dirigida magistralmente por Frank Capra, un cineasta de los clásicos, que con sus películas se empeñó en demostrar que la vida es una cadena integrada por infinitos pequeños eslabones, conformados por la existencia de todos y cada uno de nosotros, por aburrida, frustrante o miserable que ésta pueda ser. La no existencia de cualquiera de estos eslabones afectaría de manera irrefutable al conjunto de esa cadena.
Vivimos tiempos difíciles para que las personas, los hechos o las cosas perduren. Existe una tendencia irreductible a prescindir sin excesivos escrúpulos de partes importantes de nuestras vidas. Todo lo que no es útil o rentable a corto plazo queda aparcado o desechado. Parece que la modernidad y la eficacia están reñidas con la valoración de lo que fue importante y ahora ha perdido parte de su brillo. La sociedad se desprende con facilidad de pequeños eslabones de su cadena, en el convencimiento de que no ocurre nada. Ese es un hábito peligroso.
Durante el año que acabamos de concluir han desaparecido muchos de esos pequeños eslabones; otros han sido heridos de muerte. Todos tuvieron una gloriosa existencia. Todos se relacionaron con otros pequeños eslabones. Todos contribuyeron a que la larga cadena de la vida se mantuviera unida durante años. No hace falta que un ángel nos invente el escenario hipotético; todos lo podemos ver con apenas cerrar los ojos. Sin la existencia de todos y cada uno de esos eslabones nada hubiera sido igual; no sé si peor o mejor, pero estoy seguro de que nuestras vidas serían diferentes. ¡Que los hados nos sean propicios en este nuevo año que ya está a las puertas!