Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
La memoria, la función del cerebro a la que el gran narrador Juan Marsé se refirió con el apelativo de “esa puta tan distinguida”, es tan necesaria como a veces mentirosa. Y es que la memoria procesa los recuerdos, que – como afirma el psicólogo y Premio Nobel Daniel Kahneman en su conocido libro “Pensar rápido, pensar despacio” – son todo lo que conservamos de nuestra experiencia vital, y la única perspectiva que podemos adoptar cuando pensamos en nuestras vidas. Dándose además la paradoja de que esos recuerdos pueden y acostumbran a ser falsos. De ahí que confundir la experiencia con la memoria de esta se convierta en una poderosa ilusión cognitiva, a la que, por desgracia, la mente humana está más expuesta de lo que imaginamos.
Añade Kahneman que una historia lo es de eventos que significan algo y de momentos memorables, no del tiempo que transcurre, porque -a su juicio- la mente es buena construyendo relatos, pero no parece estar bien diseñada para procesar el tiempo. De ahí que, con la perspectiva que da el paso de los días, ninguna cosa de la vida es tan importante como pensábamos cuando pensábamos en ella, y, probablemente, muchas de las vivencias y experiencias que nuestro cerebro almacena nunca existieron o acontecieron de manera diferente a como las recordamos.
Desconozco cuántos de esos recuerdos que han tejido mi vida son reales o ficticios, cuántas ensoñaciones se han colado como verdades o cuántos acontecimientos, guardados como grandes hitos en mi particular historia, están asentados en arenas movedizas que amenazan con engullir axiomas catalogados como evidencias. Pero de lo que estoy seguro es de que gran parte de esas rememoraciones tienen su origen en el verano, en los cálidos estíos que pueblan mi infancia, adolescencia y juventud, en los días blancos y calurosos, en los atardeceres rojos y somnolientos, y en las noches azules y estrelladas. También en las mañanas briosas, las sobremesas reposadas y las veladas fundidas en amaneceres de rocío.
Escribió Fernando Fernán Gómez que “las bicicletas son para el verano”; los recuerdos también. Siempre es verano en el recuerdo. Pocas cosas permanecen con más solidez en la memoria que esos días en los que la Naturaleza abre sus puertas y muestra su rostro más sonriente y acogedor. Esas jornadas en las que el tiempo parece detenerse, en las que el animal retozón que llevamos dentro aflora por todos los poros de la piel, en las que casi olvidamos que somos esclavos de las múltiples obligaciones que encadenan nuestras vidas, en las que anhelos que creíamos perdidos vuelven a surgir, en las que deseos olvidados regresan con la fuerza de la juventud, en las que llegamos a creer que otro mundo y otra vida son posibles.
Momentos mágicos, probablemente sustentados en el autoengaño y en la falacia de los sentidos, pero tan intensos, auténticos y vívidos que parecen reales. Aunque en el fondo de nuestras mentes sepamos que son ilusiones pasajeras, cortinas de humo que el cerebro crea para enmascarar una existencia que, de otro modo, sería insoportable, y que tan sólo son parte de ese material difuso y volátil con el que los humanos tejemos nuestros sueños. Y es que puede que la felicidad tan sólo sea eso: remorar los veranos de nuestras vidas.