Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Aún me acuerdo de aquellos fornidos leñadores canadienses de las películas de Raoul Walsh que, tras cercenar las recias y altivas secuoyas, gritaban: ¡árbol va! Cuánta emoción contenida en los rostros que veían caer el tronco y levantar polvo a su alrededor. Asistían a una obra maestra de la naturaleza, tan sabia como siempre, para la cual todo lo que asciende acaba por descender.
A varios miles de kilómetros de distancia de allí, en el corazón de lo que un día se conoció como el último bastión fabril, hace algo más de un cuarto de siglo otros leñadores dejaron sus camisas cuadriculadas, se encasquetaron buzos último modelo postindustrial y sustituyeron las dentadas sierras y las afiladas hachas por un dispositivo mucho más moderno y, sobre todo, compacto: los cartuchos de dinamita.
Pues sí, aquí al lado, hace algo más de 25 años los dinamiteros hicieron su agosto – ¡horno va y horno viene! – derruyendo la antigua y gloriosa siderurgia integral vasca. De aquella Altos Hornos de Vizcaya que nació a principios de siglo XX apenas quedó nada. Y ya casi nadie se acuerda de la caída de aquellos gigantes que sucumbieron al paso del tiempo y a la irrupción de las acerías eléctricas.
Llama la atención la mucha tinta y las numerosas páginas que suscitó en vida la siderurgia integral vasca, y la ausencia de interés con la que los cronistas asistieron a su entierro. Sin embargo, cada momento, cada capítulo de la historia de Altos Hornos de Vizcaya forma parte inseparable de la vida de los que nacimos o vivimos en las inmediaciones de tan grande fogata, que es la impresión que a mí me producían los hornos encendidos y babeando arrabio en las noches de verano.
La margen izquierda de la ría del Nervión se teñía de rojo cuando a los “productores” (término acuñado por el Nuevo/Antiguo Régimen) les daba por hacer la colada de manera continua. A pesar del olor a azufre inherente a esos procesos de lavado de la ropa siderúrgica, todos los que habitábamos los aledaños de la maltratada ría respirábamos tranquilos -¡es un decir!-, sabiendo que nuestros padres estaban ocupados en un lugar decente, y que de esos vahos bermejos provenían las monedas que permitían acceder una vez a la semana al cine del barrio.
Formaban parte de nuestras vidas. Los hornos altos vomitando fuego, las noches oscuras con el hollín cayendo entre las casas y el ruido de las cintas transportadoras cuando descargaban el mineral en la boca del crisol. Nos acostumbramos a aquella tristeza (no hay nada más deprimente que un atardecer en una población siderúrgica), a los humos que arrojaban las baterías de cok y al color de la antorcha que quemaba los restos del azufre que habían desechado los hornos. Mirábamos impávidos aquel portento de la tecnología que el homo sapiens había tardado milenios en dominar.
Todas las localidades siderúrgicas se parecen, todas están cortadas por el mismo rasero, pero no todas responden de igual manera a su demolición. La dársena, la vega, el valle en el que se asentaban nuestros altos hornos ya nunca fueron los mismos. Simplemente dejaron de ser, como si realmente nunca lo hubieran sido. De tanto contemplar mineral, de tanto ver acarrear carbón, de tanto absorber humo y partículas en suspensión, algunos nos llegamos a creer que aquel paladín del acero fundido era inmortal. Sin embargo, los que eso pensábamos asistimos impávidos a su despedida. No volvimos a ver aquellas noches rojas, ni a olfatear el azufre en el aire. Y dejamos atrás, abandonados para siempre, a aquellos niños que contemplaban ensimismados el furor de los gigantes.