Por Julen Rekondo, experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente
Los meses de junio, julio y agosto de 2023 han sido los más calurosos a nivel mundial, y la temperatura media global en julio fue 1,12 ºC, por encima de la media. Si se repasan las series históricas se comprueba, además, que los récords de temperatura se han ido acumulando a lo largo de la última década. En este contexto, el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, afirmaba el pasado julio que “la era del calentamiento global ha terminado, ahora es el momento de la era de la ebullición global”. Añadía Guterres algo fundamental apuntado en el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés): “Entramos en territorio desconocido”. En efecto, existe mucha incertidumbre sobre cómo puede reaccionar el planeta en estas condiciones de incremento de temperatura, aunque en la determinación de las principales causas del cambio climático se saben muy bien: la quema de combustibles fósiles.
En la inauguración de la Cumbre sobre la Ambición Climática de Naciones Unidas que se ha celebrado a mediados de septiembre en Nueva York, preparatoria de la Cumbre del Clima (COP28) de Dubái, en diciembre, el secretario general de Naciones Unidas todavía fue más allá y con todo el dramatismo del mundo exclamó que “la humanidad ha abierto las puertas del infierno”, tras las devastadoras inundaciones habidas en la ciudad libia de Derna, a consecuencia de la tormenta Daniel.
Entre tanto, un nuevo estudio del Instituto de Resilencia de Estocolmo, que actualiza el marco de los límites planetarios, muestra que de los nueve límites planetarios que mantienen el equilibrio de la biosfera, ya se han sobrepasado seis. Son dos más que hace ocho años y el doble que en 2009, cuando se iniciaron este tipo de estudios. De esta manera, el calentamiento terrestre, el uso de agua dulce y la conversión de bosques en cultivos y plantas, se encuentran en niveles alarmantes.
Cuando más urge una verdadera transición energética, nos encontramos con que los 27 estados de la UE acordaron el pasado 25 de septiembre retrasar dos años la nueva normativa Euro 7 que imponía límites más estrictos de contaminación a los coches, alegando la necesidad de ayudar a la industria automovilística. Es decir, cuando hace más falta el abandono de los combustibles fósiles y objetivos más ambiciosos y más acción para reducir las emisiones, como ha evidenciado la reciente revisión de la ONU sobre la aplicación del Acuerdo de París, lo que ocurre son pasos atrás.
El retraso de dos años para la entrada en vigor de la norma Euros 7 por parte de la UE, que endurece los límites para las emisiones de límites para las emisiones de gases de efecto invernadero en el tráfico rodado, supone acarrear importantes costes ambientales y perjuicios para la salud, causante de 70.000 muertes prematuras al año.
Antes esta situación de retraso en la adopción de medidas de lucha contra el cambio climático, urge acelerar la transición energética. Pero, también convendría hablar de que entendemos por transición energética, ya que, aunque desde el Banco Mundial, pasando por numerosas instituciones como Naciones Unidas o las vascas, y las organizaciones ecologistas, todas ellas hablan de transición energética, y nos encontramos bajo el paraguas de la transición energética con conceptos que son rechazados por la comunidad científica como el de “neutralidad tecnológica”.
La neutralidad tecnológica es un argumento engañoso que pretende que tecnologías sucias como los combustibles fósiles o emisiones de CO2 que destruyen el planeta, se vean con cierto consentimiento por parte de los gobernantes y la sociedad.
En esta tesitura podríamos hablar de los combustibles sintéticos. Las ventajas de estos combustibles sintéticos, según nos proporcionan algunas de sus empresas promotoras, son que tienen una huella de carbono cero y que además pueden usarse directamente en los vehículos existentes. ¿Qué es lo que está mal de todo esto? Muchas cosas.
Comencemos por lo más básico: el CO2 que se usa en el proceso de fabricación de estos combustibles. Se nos dice que proviene de una refinería. En una refinería, por los diferentes procesos que tienen lugar en ella, se emite cierta cantidad de CO2. Pero, obviamente, este CO2 es de origen fósil: proviene del procesamiento del petróleo que se está refinando. Así que captar este CO2 para juntarlo con el H2 de la electrólisis lo único que hace es retardar un poco el tiempo que el CO2 fósil llegará a la atmósfera: en vez de ser emitido directamente por la refinería, primero se convierte en combustible que será quemado después en un coche y, allí sí, el nuevo CO2 resultante de quemar la gasolina, con su carbono de origen fósil, se irá a la atmósfera. Así que de combustible de huella de carbono cero, nada de nada.
También tenemos el vehículo eléctrico y sobre el que se ciernen no pocos interrogantes. Así, por ejemplo, el vehículo eléctrico hereda de alguna forma los problemas que conlleva el uso el automóvil particular por su afección al tráfico y al espacio urbano en forma de ocupación de superficie viaria, y su complejidad hace que dependa de unos cuantos materiales críticos, como el litio, que no se encuentra en suficiente cantidad en el planeta para que la actual flota de vehículos de combustión interna sea sustituida por los eléctricos. Además, de otras muchas más cuestiones.
En resumidas cuentas, actualmente el transporte se mueve a base de los derivados del petróleo, por lo que es clave descarbonizar la movilidad y hacerlo de forma acelerada y no retrasándola, priorizando el transporte público electrificado en detrimento del vehículo privado, con una planificación urbana en nuestras ciudades y municipios diseñada para las personas y no para el coche, con carriles bicis, zonas peatonales e infraestructuras verdes.