Por José Félix Azurmendi
Miércoles por la mañana. Managua amanece en calma a pesar de todo, a pesar del estado de sitio y de las proclamas de las radios. Se percibe apenas una temerosa psicosis en extranjeros que quieren salir del país. Cancelan el vuelo San José-Panamá que debería regresar por la tarde desde San José. “¿Quién es el capitán?”, oigo en el mostrador de COPA: “El capitán Castro”. “¡Mierda, lo que nos faltaba!”. “¿Qué quiere decir con eso de que vamos a tener problemas?”, pregunto. “No, que los tendrán los de la tarde”. Tiene al parecer el piloto fama de arrecho panameñista, y le creen capaz de cualquier locura.
La cancelación del vuelo viene ordenada por COPA Panamá. A estas horas, las 9:30 en Managua, las 10:30 en Panamá, no se sabe todavía si el aeropuerto sigue en manos panameñas. Media hora más tarde que nuestro vuelo sale otro de la costarricense LACSA. Va lleno, como el nuestro. “La Voz de Nicaragua” retrasmite en contacto directo con Panamá: “hay vuelos de aviones de reconocimiento, y ningún vuelo comercial. Los norteamericanos utilizan sus propios aeropuertos”, difunde. La prensa extranjera de Managua se pone en camino hacia Panamá, vía San José de Costa Rica. Se trata en su mayoría de una fauna de cuarentones asentada en Managua.
Se dejan ver los primeros hombres armados, solo dos, en el aeropuerto de Managua. Se llevan a un gringo, pero sin tensión. “La Voz de Nicaragua” habla ya de bombardeos de alto poder contra el cuartel de Defensa en Panamá City. “Seguro que hay víctimas civiles de raza negra en el Panamá Viejo, un barrio muy humilde”, pregona, pensando tal vez en El Chorrillo. “La escucho Reina Silva: está en el aire. Línea 2, Jypsa Ruiz, adelante”. El político socialcristiano nicaragüense Ramón García Vílchez se pronuncia en contra de lo que es ya a todas luces una invasión. Suenan seguidamente en la emisora canciones de la mexicana Daniela Romo: “Mentiras, todo son mentiras”, “Yo no te pido la luna”. Les sigue una balada sobre la Navidad: faltan unos pocos días para la celebración.
Finalmente, y como esto va para largo, nos alejamos del mostrador y nos sentamos. Me acompaña el holandés que, como yo mismo, ya había comprendido que la noticia estaba en Panamá, incluso antes de que se confirmara la invasión: habíamos hecho escala en ese país en nuestro desplazamiento desde Miami, y el jesuita durangués Karmelo Gorrotxategi nos había pintado un panorama en el que podía pasar de todo. Ahora se oye en la radio abierta al aeropuerto al argentino Ricardo Montaner: “Tan enamorados”. Difunde una noticia fechada en Bonn, luego desmentida desde Moscú, que asegura que Gorbachov habría dado luz verde a la intervención americana en Panamá, a condición de respetar Cuba. Habla por ella el mayor Edgardo López Grimaldo, portavoz de Manuel Antonio Noriega, habla de cincuenta o sesenta muertos y cientos de heridos, y asegura que el general se encuentra en alguna parte de la ciudad. El presidente provisional de Panamá Francisco Rodríguez asegura que su Gobierno se mantiene y que el reconocimiento de Guillermo Endara como presidente es una barbaridad.
Un gringo acompañado de sus hijos protesta vehementemente porque una vez más han suspendido el vuelo a San José: se entera por nosotros de que paisanos suyos han invadido su puerto de destino hace doce horas. Enmudece, palidece. Venía de Guatemala. Pasamos apelotonados el control de acceso al avión; nosotros somos de los primeros, para enfado de los que hacían cola. Embarcamos, rumbo a Panamá, escala en San José. Aterrizamos aquí sin problemas. Piden que los viajeros con destino a Tocumen (Panamá) no abandonen la nave. Los periodistas nos intercambiamos miradas de satisfacción: parece que entramos. Dura poco nuestro gozo. Apenas unos minutos más tarde, nos ordenan desalojar el avión.
13.30 en la capital de Costa Rica. Conseguimos declaraciones de Arosemena, embajador de Panamá en San José: “No nos rendiremos. El general (Noriega) está bien, protegido por la Fuerza y por su pueblo. Los norteamericanos controlan los cuarteles, pero nosotros, el país. Seguimos gobernando. Estamos teniendo la solidaridad y el apoyo moral de todos los latinoamericanos. No tengo más contacto e información que la de ustedes, los medios de comunicación”. La confesión última anula la escasa credibilidad de sus declaraciones. Exploramos la posibilidad de entrar al país invadido por tierra. Son seis horas de viaje. Los ticos no pueden cruzarla, pero los extranjeros sí, nos aseguran. Nos dicen también que en la frontera se ha instalado la Cruz Roja, a la espera de heridos y refugiados.
Una legión de periodistas espera en San José a que se abra el aeropuerto de la Ciudad de Panamá. Algunos han intentado un viaje por tierra: siete horas hasta la frontera y otras tantas les esperarían luego, lo que lo convierte en viaje incierto, imprevisible, desaconsejado. Los mejor pagados han alquilado una avioneta que les lleva hasta la frontera y luego una lancha rápida (dos mil dólares) para tomar al menos algunas imágenes que les libere en parte de la frustración de estar tan cerca, en momento tan trascendente, y nada por hacer. También yo participo y comparto esa sensación. Y me acuerdo de que en Panamá hay sacerdotes y hasta un Nuncio vascos, que conozco, además de cinco deportados de ETA, alguno de ellos acompañado de familiares que han viajado para pasar con ellos la Navidad. Me resulta imposible comunicar con Gorro, el jesuita amigo del Colegio Javier, persona muy bien relacionada, muy bien informado, muy de fiar en sus juicios.
Evidentemente, los invasores no están interesados en abrir el aeropuerto ni en recibir a testigos incómodos. Lo que no sé entonces es que un fotógrafo de Portugalete, Juantxu Rodríguez, que se encontraba en el país junto a la periodista Maruja Torres, va a ser abatido por las tropas norteamericanas cuando cumplía con su vocación y su trabajo. Tampoco sé que el dictador destituido, el general Noriega, va a coincidir en el refugio de la Nunciatura de Monseñor Laboa, un pasaitarra pequeño sólo de estatura, con los deportados vascos que se han dado prisa a cobijarse en la misma sede. Sí he tenido ocasión, mientras aguardo en San José, de entrevistar al presidente Oscar Arias, premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos en favor de la paz en Centroamérica. ¡Tremenda desilusión! Se cuida mucho de condenar la invasión, se tienta la ropa, mide sus palabras, se porta cobardemente. Y eso que, como confesará años después, había recibido tempranamente la llamada del presidente George Bush en la que le comunicaba que la fuerza aérea de su país había salido ya con destino a la capital panameña.
No hace mucho, en julio del 2020, ha contado Arias que le manifestó a Bush su desacuerdo y le anunció que ningún gobierno latinoamericano lo apoyaría. Afirma contarlo ahora porque hay muchos altos funcionarios de la administración Trump que quisieran hacer lo mismo en Venezuela, lo que a su juicio sería un grandísimo error, de consecuencias catastróficas. Sostiene al cabo de los años y nuevos honores por su labor humanitaria que el mundo entero debe alzar la voz contra una intervención armada. Entonces, en diciembre de 1989, cuando su país estaba lleno de periodistas ociosos y ansiosos por llevarse algo a la boca, puesto que sobre Panamá nada había que informar, no alzó la voz.