Por M. Urraburu
En ocasiones nos encontramos con personas que, sea por afán de notoriedad, sea por efecto de una visión deformada de sí mismos o de la realidad, se desviven tratando de aparentar una posición elevada, una relación directa y estrecha con personas influyentes, o un conocimiento profundo de determinados asuntos profesionales. La necesidad de darse importancia es un impulso tan poderoso que llega a traspasar las barreras de la prudencia y el sentido común.
Hay personas que se sienten llamadas a alguna misión providencial pero, desairados por una existencia plana, deben conformarse con idear una especie de segunda vida donde quedan colmadas sus ansias de altura. Las más conscientes de la realidad se limitan a imaginar que harían en el caso de haber llegado hasta el lugar de sus sueños: son los fantasiosos que cuentan a los demás lo que harían si hubiese alcanzado sus propósitos. Más preocupantes resultan los que han perdido la conciencia de la realidad. Como si no tuvieran un espejo donde mirarse y reconocer su autentica condición, van forjando virtudes que solo existen en su distorsionada imaginación.
Van algo más lejos que los mentirosos convulsivos que falsean lo real para hacerlo más soportable, buscando una admiración ajena o un reconocimiento que no logro obtener de otro modo en otro tiempo. Su obsesión es aparentar que goza de influencias, que tiene amistades influyentes y que sus opiniones son consideradas. No es malo que las personas elijan los juegos para los que tienen mayores aptitudes, con el fin de experimentar de vez en cuando la pequeña satisfacción del premio. Es humano y admisible ser un poco vanidoso/sa, sobredimensionar los propios éxitos, aspirar a un cierto reconocimiento por parte de los demás. Tampoco es mala cosa conformarse con la propia suerte y ocupar el tiempo en mejorarla para, pretendiéndose hacerse notar acabar dando la nota. Hay gente que no quiere ser útil, y si importante.
