Por Carlos Javier González Serrano vía El vuelo de la lechuza
El profesor surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) se ha ganado a la fuerza, durante varios años de constantes apariciones en medios y rotundos éxitos editoriales con libros en los que nunca ha dejado de pensar imperativamente nuestro presente, el apelativo de filósofo. Y se lo ha ganado con justicia. Es sin duda una de las figuras intelectuales más conocidas, citadas y respetadas del mundo y, sea para elogiarlo o criticarlo, su nombre se ha impuesto en el imaginario colectivo. Uno de sus últimos libros, La sociedad paliativa, analiza el papel del dolor (y de su desaparición) en la sociedad contemporénea, y promete volver a convertirse en todo un best seller.
Desde que aparecieran sus primeros libros traducidos al español (gracias a la labor de la editorial Herder), Byung-Chul Han no ha dejado de cosechar éxitos. Y lo que es más importante, el profesor y pensador surcoreano ha lograzo alzarse y mantenerse como una de las voces más autorizadas para analizar los distintos males de nuestro tiempo. Para denunciarlos. Para reflexionar sobre ellos. Para invitar a pensar inexorablemente a partir de ellos. Y para, llegado el caso, actuar.
Aunque, por supuesto, Han ha publicado obras muy enjundiosas, extensas y de muy hondo calado teórico y filosófico (como Muerte y alteridad, Hegel y el poder o Caras de la muerte), su filosofía no es la del erudito encerrado entre las paredes de la Academia. Sus libros, sus ideas, han conseguido traspasar el muro de la pura erudición y conceptos como «sociedad del cansancio», «expulsión de lo distinto», «enjambre», «psicopolítica», «sociedad de la transparencia» o «sujeto de producción» se han impuesto como nociones de uso normal en los debates filosóficos y culturales de nuestros días.
Las distintas reflexiones y tensiones que pueblan los libros de Han están impregnadas por una preocupación constante: la del poder. Un poder que se nos hace cada vez más omnímodo pero que, paradójicamente, cada vez es más difícil de detectar y aminorar, porque, de alguna forma, silenciosa y subrepticiamente, nos hemos hecho partícipes de él. Nosotros mismos lo sostenemos cada día a través del uso de las redes sociales, del empleo indiscriminado de tarjetas bancarias, de la aceptación de que nos graben en casi cualquier lugar como viandantes, de nuestra no-resistencia ante los poderes económicos y los emporios empresariales, etc. Nos hemos convertido, nosotros mismos, en ese mismo poder. No somos sus instrumentos: somos sus ejecutores.
Ello nos ha convertido, por otra parte, en empresarios de nosotros mismos. El «sujeto neoliberal», a juicio de Byung-Chul Han, se encuentra (consciente y voluntariamente) encerrado en un sistema muy eficiente que explota su libertad y hace de él un esclavo funcional en el que el rendimiento continuo se ha convertido en la piedra de toque a partir de la cual se configura su actividad, tanto consigo mismo como con los demás. Somos esclavos absolutos porque ni siquiera tenemos amo, o no tenemos a quién señalar (la perversidad de la burocracia, como ya señalara Hannah Arendt); y de tenerlo, somos nosotros mismos. Somos nosotros quienes de continuo nos autoexplotamos.
De esta forma, asegura Han, a través del ejercicio de esta aparente libertad individual se lleva a cabo -es decir, se expone y materializa- la libertad del capital, y apunta en una expresión digna de ser recordada: «De este modo, el individuo libre es degradado a órgano sexual del capital. La libertad confiere al capital una subjetividad ‘automática’ que lo impulsa a la reproducción activa». Y así es como el capital «pare» a sus criaturas, que fomentan y reproducen una y otra vez la diabólica dinámica de la autoexplotación, que el individuo acepta de buen grado al considerarse enteramente libre.
Vivimos en una ilusión: la proporcionada por una falsaria libertad que nos arroja a un mundo en el que somos trabajadores que se explotan a sí mismos en su propia empresa. La empresa del yo, de la individualidad, la del enjambre en el que no se puede lograr comprender la dinámica del conjunto, sino que cada individuo se particulariza y embebece de sí mismo sin atender a los problemas comunes. Es el imperio de la idiotez en el sentido etimológico griego, de quienes no pueden ver más allá de sus narices porque están demasiado ocupados explotándose a sí mismos, lo que convierte al sujeto contemporáneo, en expresión de Han, en alguien que ejerce una «autoagresividad» que nos convierte en individuos depresivos y tendentes a un insano aislamiento.
De esta manera, los ingredientes para ejercer un poder invisible, peligrosamente despótico, están servidos. Los grandes imperios económicos y las políticas gubernamentales al servicio del neoliberalismo más despiadado, defiende Han, nos han sumido en el funcionamiento de un panóptico digital, en cuyo desarrollo participamos activamente:
La sociedad del control digital hace un uso intensivo de la libertad. Es posible sólo gracias a que, de forma voluntaria, tienen lugar una iluminación y un desnudamiento propios. El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos.
Ese omnipresente poder que ha sido trasvasado al sujeto compone una amenaza añadida, y es la imposibilidad de que exista espacio entre unos individuos y otros. La comunicación digital ha hecho que las distancias se deshagan, y esta erosión de la distancia espacial va de la mano de la corrosión de las distancias mentales: nos pensamos acompañados cuando, en realidad, estamos más abandonados que nunca, más aislados que nunca, mientras nos exponemos «pornográficamente», en expresión de Han, de manera impudorosa ante los demás: mostramos nuestros intereses, nuestras acciones, nuestra cotidianidad. Exponemos, pero no compartimos. La masa de individuos se ha convertido, finalmente, en masa de objetos que se venden y promocionan en el inmenso escaparate del panóptico digital.
Y este punto, uno de los centrales en el pensamiento de Han, es también una de nuestras grandes lacras contemporáneas: la descentralización de un poder que ejercemos, en forma de falsa libertad, contra nosotros mismos. Explica Han: «Al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa. Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros». El enjambre sólo produce, al fin y al cabo, ruido. Un ruido ensordecedor que no dice nada coherente: sólo grita y pervierte la relación de la ciudadanía consigo misma. El ciudadano ha devenido en consumidor: de sí mismo, de todo lo demás. El «me gusta» como el amén digital, como el credo de nuestro tiempo:
Cuando hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un entramado de dominación. El smartphone no es sólo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil.
Byung-Chul Han es una referencia imprescindible de la filosofía de nuestra actualidad. Acompañado de un hondo conocimiento de la historia del pensamiento, y en paralelo al examen minucioso de la realidad contemporánea, Han ha conseguido, como pocos, crear una visión de conjunto que permite mirar a los ojos a la realidad. No para hacerle frente como quien lucha contra un hambriento y descomunal titán, sino como quien, ante él, examina las posibilidades de erosionar su gigantesco poder a través de pequeñas, constantes y cotidianas acciones.