Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Memorias del Confinamiento
Siempre he tenido predilección por los dichos populares, por esas frases hechas que, con desparpajo, frescura y apenas unas palabras, resumen a la perfección ideas y conceptos para los que enciclopedias y tratados requieren páginas enteras. Entre esos sencillos aforismos, que son fuente inagotable de observaciones y consejos útiles para la práctica de la vida diaria, hay uno que me gusta especialmente. Forma parte de la familia de los chascarrillos relacionados con madrugar, y es primo lejano y pobre de aquellos famosos “a quien madruga, Dios le ayuda” y “no por mucho madrugar amanece más temprano”. Me estoy refiriendo a esa expresión que algunas personas, sobre todo aquellas que acostumbran a iniciar el día al amanecer, utilizan para alardear de la hazaña, y que suena más o menos así: “Fíjate si me levanto temprano, que cuando salgo de casa aún no han puesto las calles”.
El drástico confinamiento, con reclusión domiciliaria incluida, al que fuimos sometidos hace ahora tres años, con motivo del Estado de Alerta decretado como consecuencia de la crisis sanitaria del coronavirus-covid19, ha vuelto a traer a mi mente la mencionada ocurrencia. En aquel momento, tuve la sensación de que el encargado de poner las calles se había quedado dormido o de que simplemente se había olvidado de hacerlo. Y la verdad es que aquello me llenaba de zozobra. Tiempo después, con la desescalada en marcha y de camino de vuelta al campamento base -que no al valle de donde partió la expedición-, con gran parte de la población ocupando de manera desaforada aceras y paseos, y a pesar del progresivo regreso a algo parecido a un sucedáneo de la normalidad, no podía dejar de sentir la misma inquietud, y me preguntaba una y otra vez: ¿realmente han vuelto a poner las calles? Y la respuesta era ¡no!
Estaba convencido de que aún restaba tiempo para que volvieran a poner las calles. Intuía que el responsable de tal tarea no había despertado aún del sueño en el que le embaucó Morfeo. Habrían de pasar meses para que el concepto “poner las calles” recobrara todo su sentido, un proceso que tenía mucho que ver con recuperar también el propio sentido de la vida. Y es que poner las calles no era transitarlas cual estampida selvática, ni arrastrar por ellas el miedo al contacto con los demás o la angustia ante la enfermedad invisible. Poner las calles tampoco era hacer recuento con desasosiego de los pequeños comercios que ya no abrirían, ni observar con aprensión los rostros desencajados de los nuevos desempleados, y mucho menos asistir impotente a la macabra danza diaria de la muerte. Por el contrario, poner las calles era recuperar las esencias de la vida, retomar aquellas cosas que -aunque pequeñas- la hacen deseable, sentir que el tiempo fluye siguiendo una lógica, que el futuro -pese a los riesgos que supone el oficio de vivir- es posible; y también abrazarse con amigos y familiares, y conservar la libertad de movimiento que toda vida precisa para ser sentida y vivida. Y eso, aún no había llegado.
Cuando la crisis sanitaria comenzó a remitir, y la vida volvió a fluir, nuevas preguntas se agolparon en mi mente. Cuestiones para las que entonces no tenía respuestas, y para las que aún sigo sin tenerlas, y de las que, sin embargo, iba a depender el futuro de todos. Y mientras lo que habría de venir se nos iba revelando con rítmico caminar, pensé que no estaría de más dedicar tiempo a reflexionar sobre todo lo que había cambiado durante aquellos meses, sobre lo que cambiaría en los próximos, sobre lo que permanecería y sobre lo que desaparecería. Y al hacerlo, no podía dejar de preguntarme si también nosotros, los seres humanos, habíamos cambiado con aquella experiencia tan peculiar. ¿Habíamos aprendido algo? ¿Acaso nos convertimos en algo distinto? No tenía respuestas, tan solo opiniones, y esas valían poco. Tan sólo podía intuir que habría algunas cosas que probablemente cambiarían y habría otras que tenían posibilidades de hacerlo. Pero, para mi desgracia, de lo que sí estaba seguro era de que la condición humana se mantendría inmutable. Y no me equivoqué.