Por Mikel Pulgarín- Periodista y Consultor de Comunicación
Cuando los guionistas de las películas producidas en el Hollywood dorado querían desviar la atención del espectador, introducían un “pez rojo” en la pantalla. De esa manera, lograban salvar la trama y mantenían el misterio hasta el último segundo de la proyección. Partían del hecho, al parecer muy conocido en la vieja Europa de la que procedían, de que, por pequeñito que sea, un pez rojo es el primero que se deja ver en la pecera. Así, fruto de este pionero trasvase de las ciencias naturales a las del comportamiento humano, se convirtieron en peces famosos las miradas sospechosas de casi todos los mayordomos del celuloide o los primeros planos de cuchillos empuñados por manos que, a la postre, resultaron ser inocentes.
Alfred Hitchcock, el inglés impasible, llevó a la Meca del Cine la magia del suspense y una nueva técnica al servicio del despiste: el MacGuffin. El orondo director observó que el público que acudía a las salas cinematográficas tenía enormes problemas para mantener la concentración, a pesar de las palomitas y el refresco, y en una denodada cruzada contra la angustia, el bostezo y el achuchón, introdujo el mencionado recurso, nacido al parecer en tierras escocesas. El término responde a una definición simple pero contundente: un MacGuffin es algo innecesario, pero imprescindible.
Situado en el contexto cinematográfico, el MacGuffin viene a ser algo así como introducir una historia dentro de otra. Una película empieza siendo “de piratas” y termina convertida en una “de romanos”; o el melodrama que, después de hacernos llorar a moco tendido, se transforma misteriosamente, y por unos minutos, en una comedia desternillante; o el personaje que aparece en una escena, llena la pantalla con su presencia y, después, como por arte de magia, desaparece y ya nunca más se vuelve a saber de él. Bueno, pues esas son aproximaciones al MacGuffin, o lo que es lo mismo, desvíos en el camino para reposar, relajar emociones y volver luego a meterse de lleno en la senda de la tensión, la risa o las lágrimas. Algunos MacGuffins, algunas de esas historias paralelas, han llegado a ser más famosas y apreciadas que la narración central.
Un día, no muy lejano, dejó de ser necesario distraer la atención de los espectadores. Los efectos especiales se encargaron de mantenerlos en sus asientos. Las superproducciones borraron cualquier vestigio de autenticidad, rompieron el nexo que en el cine siempre mantuvieron realidad y ficción. Y los “peces rojos” y los MacGuffins perdieron su esencia. Y como aquí nada se tira, tales métodos del despiste merecieron nuevas aplicaciones.
Ahora, cada vez que sigo los estrambóticos comentarios y las delirantes noticias que se difunden por las redes sociales, observo ensimismado las imágenes de los múltiples concursos o tertulias que las televisiones ofrecen, recorro con ojos envidiosos las grandes mansiones y los esculpidos cuerpos que las revistas del corazón exponen, o me sumo hipnotizado a las loas de alabanza al triunfo de jóvenes, ricos y famosos deportistas, no puedo dejar de pensar en “peces rojos”, en señuelos con los que desviar la atención de los problemas reales que se difuminan en las turbias aguas de la pecera.
También ahora, cuando oigo los ecos del esperpento que han llamado batalla fiscal, asisto ojiplático a los fastos funerarios por la reina de Inglaterra, leo la última peripecia en el proceso de renovación del Consejo del Poder Judicial o escucho las grabaciones del culebrón protagonizado por el excomisario Villarejo, inexorablemente viene a mi mente un nombre: MacGuffin. Una historia dentro de otra historia, un relato atractivo que se disuelve sin dejar huella en la historia principal, innecesario, pero al mismo tiempo imprescindible para que el espectador permanezca sentado en su butaca hasta el final de la película. Algo que no sucede con este artículo, tan innecesario como prescindible.