Por Toti Martínez de Lezea.
El éxodo es una constante en la historia de la humanidad, y las razones son siempre las mismas: la codicia de unos pocos, la soberbia también. Son muchos y diversos los motivos que obligan a las personas a abandonar sus lugares de origen para ir en busca de otros en donde rehacer sus vidas: el hambre, las condiciones medioambientales, las persecuciones religiosas o de cualquier otro tipo y, sobre todo, la guerra, las malditas guerras. El ser humano es el mayor depredador que habita la Tierra. Y Dios creó este insignificante mundo en la infinitud del Universo, y creó al hombre y a la mujer, y estos tuvieron dos hijos, y uno mató al otro. A lo largo de su existencia, el ser humano no ha cesado de matar y de destruir. Han desaparecido innumerables culturas; no se han extinguido, han sido conquistadas, absorbidas hasta desaparecer, masacradas por otras más fuertes, ladronas de identidades y riquezas. Nadie emprende una conquista si no obtiene un beneficio a cambio, y este es el motivo que subyace en todo conflicto armado, pequeño o grande: el poder, y la apropiación de lo que el otro posee, ya sean tierras de cultivo, oro, metales preciosos, petróleo, gas… Y el mundo no cambia.
No basta con enviar misiones de ayuda, no basta con montar escuelas y hospitales de campaña en los campos de refugiados, ni de proporcionar una parte de los alimentos necesarios; no basta con desplazar tropas de élite para mantener la paz. Los refugiados solo necesitan una cosa: regresar a sus países de origen, a sus hogares, y volver a empezar para tener al menos esa oportunidad que el mundo les niega. Si las grandes potencias, a las que se les llena la boca hablando de democracia y de derechos humanos, son incapaces, o no quieren acabar con las injusticias, los crímenes de lesa humanidad, las guerras que a todos nos empobrecen, es porque quienes elegimos a nuestros gobernantes no les exigimos que cumplan hasta el último punto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Los han firmado en nuestro nombre y han jurado, también en nuestro nombre, defender la dignidad, la vida, la igualdad, la solidaridad, la convivencia, la paz, la libertad y el conocimiento, pero está claro que la memoria es frágil, y la voluntad lo es aún más.