Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Aquel aparato siempre supo abrir la espita de mis recuerdos más lejanos. No sé cómo, pero los sonidos metálicos surgidos de sus entrañas quedaron grabados a fuego en mi memoria. La simple escucha de una voz nasal, la mera audición de una melodía o la fugaz ráfaga de una sintonía fueron por sí solos acontecimientos capaces de desatar en mí un huracán de emociones, de cuyos efectos aún no me he recuperado y, mucho me temo, ya no lo haré nunca.
Justo ahora, cuando se acaba de conmemorar el Día Mundial de la Radio, y mientras los ecos del pasado pueblan los diales, a mi mente vuelven imágenes de un mundo pretérito, las de una cocina llena de pucheros en los que se afanan unas manos de mujer, y puedo distinguir los rasgos de un niño que mira ensimismado como ese enorme artilugio situado en la mesa, al lado del cesto del pan, exhala un murmullo peculiar, sobre cuya naturaleza no le caben dudas: se trata de magia, de pura magia.
Los acordes de una bella sintonía acaparan la atención del oyente; está llena de ayer y, sin embargo, es de hoy. Después de unos segundos armoniosos, una voz no menos agradable anuncia el nombre de la persona que pronunciará las palabras que se van a escuchar a continuación. En esta ocasión se trata de un célebre artista; hace un rato fue un conocido actor y un poco antes un político encumbrado. La pregunta es siempre la misma: “¿Qué es para usted la radio? Las respuestas, también coinciden. Con un tono de nostalgia, todas inician un viaje en busca de un tiempo ya perdido, de paraísos reales o imaginados que pueblan la infancia.
De manera inexorable, los encuestados refieren recuerdos familiares, hablan de madres y padres sentados ante el receptor, de frías tardes de invierno alimentadas por sollozos de radionovela y de noches amenizadas por las voces de locutores legendarios. Todos, triunfadores o perdedores, de ciencias o de letras, dueños de trayectorias meteóricas o carreras frustradas, todos vuelven a sus orígenes, y al hacerlo, repiten un mismo guion.
Cuando apago el radiodespertador, que emite destellos digitales desde la mesilla de noche, no puedo evitar pensar en la paradoja: cuánto iguala el pasado y cuánto diferencia el futuro. Observo ese aparato extraño, tan distante y cercano a aquél otro que habitara la cocina de mi memoria, y lo reconozco como algo que un día, por arte de magia, entró en mi vida y que ya nunca la abandonó. Ahora me lo encuentro allá donde voy. En el dormitorio y en el salón familiar, junto al microondas y en el cuarto de baño, en el automóvil o en la oficina, en el bolsillo de una chaqueta o del pantalón. Con él me acuesto y con él me levanto.
A través de sus altavoces he conocido acontecimientos que me han impactado; eventos históricos y sucesos sorprendentes. Las voces que desde él me llegan arengan, despotrican o convencen, informan o confunden, dialogan o discuten. Son las mismas que hablan del nuevo futuro, de la revolución digital, de los “podcast” y de las posibilidades que la tecnología pondrá al servicio del medio. Pero yo sé que mis días de radio pertenecen al pasado, a aquel aparato que dormitaba en una vieja cocina; el único que aún abre la espita de mis recuerdos más lejanos.