Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Avanza el tiempo de forma inexorable al encuentro de la última décima de segundo que nos convertirá en polvo de estrellas. Caminan los meses, semanas y días con parsimonia recurrente hacia un destino que nos aguarda con sonrisa de psicópata. Y este transcurrir del tiempo en el espacio, a velocidad casi constante, deja estelas en las que se puede leer un futuro desasosegante que nace de un presente abrumador. Vivimos días extraños en los que conocidos fantasmas que creíamos desterrados vuelven a hacer su aparición.
Asistimos impávidos al ritual de la violencia. Hacía mucho que no contemplábamos con tal nitidez tantos sacrificios en el altar de la muerte, la destrucción y la humillación. Despertamos al mundo, cada mañana, y de inmediato nos disponemos a abrir la ventana al horror que nunca descansa. Basta con pulsar el botón de un mando a distancia, hacer un gesto imperativo, y ya está: la pantalla se ilumina y la representación del desastre surge como por arte de magia.
Nos desayunamos con unas tostadas aderezadas con mantequilla y, en muchas ocasiones, con imágenes multicolores de rostros sufrientes, cuerpos destrozados por la metralla, niños que buscan a madres a las que jamás hallarán, mujeres vejadas o rostros ancianos que parecen añorar la muerte reparadora. En la ducha oímos las tertulias radiofónicas de profetas que auguran el futuro, interpretan el pasado y postulan sobre el presente. Justifican o reprueban, analizan y reflexionan, creen necesario o innecesario. Todos hablan de lo que casi nadie tiene autoridad para hablar: el sufrimiento ajeno no es materia de debate.
En el coche, camino del trabajo, nos siguen llegando los tonos gangosos de los locutores de radio. Un entrevistado analiza con hierática profesionalidad el escenario de uno de los múltiples conflictos en boga, mientras que otra voz, no menos solemne, perora sobre estrategias, tácticas y operativas. En esos momentos, un conductor realiza una maniobra de adelantamiento poco ortodoxa y, sin previa declaración de guerra, lanzamos sobre él una andanada de nuestras más letales armas semánticas.
Ya en el trabajo, ante la segunda taza de café de la mañana, desplegamos el periódico, encendemos el ordenador o abrimos la aplicación del móvil, y observamos atentamente como si de un mapa militar se tratara. Allí podemos informarnos del estado de las múltiples batallas que se libran en esta guerra del mundo contra sí mismo. Los movimientos de las tropas regulares, las escaramuzas guerrilleras, las incursiones de los servicios de intoxicación y desinformación, las diversiones nocturnas en retaguardia, los ímpetus de los alevines que quieren ser incorporados a filas, … Después, algunos enfrentamientos leves con compañeros, un par de miradas duras para dejar sentado de quién es el territorio y algún que otro conato de bronca en el bar donde ahogamos las penas, hacen que la jornada laboral pase de la manera más apacible posible.
De vuelta a casa, metidos ya en la cama, conectamos la radio y nos sumergimos en un programa deportivo. El entrenador acusa a los futbolistas; un jugador se defiende por haber lesionado a un contrario; otro asegura que el próximo domingo “vamos a ir a muerte”; un presidente de Club insulta sin misericordia a un colega. Bostezamos, miramos al techo, lanzamos un suspiro, cerramos los ojos… Y allí están otra vez las imágenes, esperándonos, prestas a invadir nuestros sueños. Vivimos días extraños.