Por Nélida Zailtegi, maestra y pedagoga
Estamos saliendo una situación excepcional, como lo ha sido la pandemia y es el momento de reflexionar sobre lo que ha pasado y sobre lo que hemos aprendido de ella.
La pandemia nos está enseñando cosas tan importantes como que somos mucho más vulnerables de lo que creíamos y que no existen tantas seguridades como dábamos por supuestas. Nuestra percepción de control, de compartir paradigmas sólidos e inalterables, se ha hecho añicos y nos ha sumido en la perplejidad y el desconcierto.
También nos ha hecho tomar conciencia de que nuestra sociedad y los paradigmas en que se sustenta no están alineados con la vida buena, con las personas y su bienestar.
Nada volverá a ser lo que era; tanto es así, que se habla de la necesidad de un nuevo pacto social; de resetear todos nuestros paradigmas y poner el foco en las personas y en su bienestar por encima de todo lo demás. Un nuevo contrato social del mundo pos pandemia que puede y debe convertirse en la palanca que nos permita reinventarnos en clave igualitaria, inclusiva y sostenible.
Palabras como vulnerabilidad, desconcierto, interdependencia y cuidados han sido más utilizadas que nunca y ponen de manifiesto las preocupaciones reales de la gente.
Del miedo y de la incertidumbre vividas surgen preguntas, unas nuevas y otras no tanto, sobre el sentido del trabajo, de las relaciones familiares y de amistad, del ocio y un largo etc. Preguntas que demandan respuestas personales y colectivas que nos conduzcan a nuevas y mejores realidades.
Nos enfrentamos a la necesidad de replantearnos cómo queremos vivir de aquí en adelante, de hacer borrón y cuenta nueva, de revisar los viejos paradigmas económicos y sociales para comprobar si son útiles para estos nuevos tiempos. Imaginar el futuro para crearlo, como decía Eduardo Galeano “el futuro es posible imaginarlo y no solo aceptarlo”, que no es un lugar a donde ir, sino uno que construir. De ahí la necesidad de imaginar los escenarios en que queremos vivir y de poner los medios para alcanzarlos.
¿Qué tiene que ver todo esto con la educación?
Nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes has visto alteradas sus rutinas escolares: los geles, las mascarillas, los grupos burbuja, las ventanas abiertas y las clases online en momentos de confinamiento; pero lo más duro ha sido tener que renunciar al contacto con iguales, cuando es tan fundamental e imprescindible para construirse como personas.
¿Qué educación queremos y necesitamos después de la pandemia?, ¿para qué educamos? Responder a estas preguntas, nos obliga a definir qué sociedad queremos y para ello, qué personas, qué ciudadanía y qué profesionales son necesarios.
Entiendo que educar es crear las condiciones para que las personas desarrollen las competencias necesarias: saberes, actitudes, destrezas y valores, para llegar a ser hombres y mujeres que buscan su plena realización, una vida digna de ser vivida y construyan una ciudadanía crítica y responsable.
Necesitamos pensar en la educación como un proceso dinámico, “es el conjunto de actividades diversas que tiene que ver con aprender a pensar juntos en cómo vivir y mejorar este mundo que tenemos” , como dice Marina Garcés.
Todo un entramado social, más allá de la educación formal, para promover personas críticas y creativas, conscientes del mundo que les rodea y con las herramientas necesarias para mejorarlo: ciudadanía, y avanzar en el proceso de humanización, «cuidadanía», fundamentada en la ética del cuidado propio, recíproco y de la casa común.
Si queremos que todo gire en torno a la vida y el bienestar de las personas, la educación ha de tener como meta la transformación social y se ha iniciar un proceso socio-educativo abierto y continuo que implique a toda la sociedad mucho más allá de los centros educativos, de la educación formal.
Como a menudo se confunde educación con escolarización, quiero diferenciarlas. La escolarización es sólo una parte de la educación, es el espacio de tiempo que trascurre en una institución educativa, sin duda importante, pero la educación empieza y sigue en la familia, en la calle, en la redes sociales y entornos digitales. Todos ellos son espacios educativos; para bien o para mal.
Por eso, todas las personas somos educadoras, todas somos responsables educativos y cuando más visibles, más lo somos.
Las personas, jóvenes o viejas, porque la educación no termina nunca, nos miran, nos observan despacio, aprenden de lo que nos ven hacer, no de lo que les decimos, porque como se ha dicho “es tan grande el ruido de lo que hacemos que nos les permite oír lo que decimos”
Por eso se ha de transitar de las palabras, los sermones, la “moralina”, que nadie se cree y nada cambia, al ejemplo, a la verdadera “moralita”, con verdadero poder transformador, tanto como la dinamita.
Escuchando al alumnado, nos damos cuenta de cuánto desencanto manifiestan, de cuánto les estamos fallando y de cuánta necesidad de modelos a seguir tienen. La transformación social necesaria para avanzar hacia escenario más humanos y humanizantes empieza en cada quien, es una responsabilidad colectiva. No vale mirar hacia otro lado y luego quejarse de todo, porque como decía Paulo Freire, “Tenemos que pasar de la cultura de la queja a la de transformación”.