Por M. Urraburu
Para que un ejemplo funcione no basta con que sea “bueno”; es preciso que su intención sea apreciada por aquellos en quienes pretenden influir, que estos reconozcan su autoridad. ¿ Cómo es posible – se preguntan muchos padres aficionados a la lectura – que sus hijos no se hayan aficionado a la lectura ?. Que habré hecho yo para tener un hijo agresivo?.
Para bien o para mal, habremos de admitir que los chicos y las chicas de hoy ya no hacen lo que “ven en casa”. Antes al contrario, en las casas entran gestos y hábitos adquiridos por los hijos en la calle. No negaremos que las televisiones y la electrónica han tenido mucho que ver. Sabemos que la capacidad de imitar es un rasgo distintivo de la inteligencia humana, pero esa capacidad no va siempre acompañada del acierto en la elección de los modelos elegidos.
En otro tiempo el monopolio de la autoridad residía en los adultos que por definición estaban investida de prestigio, esto es, “daban ejemplo’’: el padre, el cura, el maestro y las costumbres sociales instauradas por la tradición. Hoy, con la presencia de la libertad individual y de la igualdad social en toma de decisiones, no siempre triunfa el mejor.
En la cadena pedagógica sigue habiendo relaciones que reclaman el ejercicio de ejemplaridad como medio de transmisión de valores
Ni que decir tiene que al político corresponde, en última instancia el grado más alto en esta ejemplaridad responsable, por el impacto moral que su conducta tiene en el resto de los ciudadanos. Ahora que los ejemplos varían, se multiplican y pugnan los unos con los otros con distintos mensajes y no siempre modélicos, la ejemplaridad del hombre público se hace más necesaria. No por honor, sino por responsabilidad.