Por Pablo Audije vía Periodistas en español.com
Hace apenas diez días, estuve en la sede bruselense del Parlamento Europeo acompañando al Grupo de Apoyo al periodista Pablo González Yagüe.
Para quien no lo sepa, y todavía queda gente que quizá no lo sabe, lleva casi diecisiete meses en la prisión polaca de Radom en condiciones duras, con apenas contacto exterior y con predominio del aislamiento prolongado en su celda, tras ser acusado de espionaje a favor de Rusia.
Hablamos de Polonia, un estado miembro de la Unión Europea, en el que predomina una fuerza política ultraderechista que lleva uno de esos nombres de partido seguramente poco adecuado para su comportamiento: Ley y Justicia (PiS, Prawo i Sprawiedliwość).
Allí, en Polonia, quizá Pablo, nacido en la extinta Unión Soviética por azares de su historia familiar, puede estar siendo víctima inadvertida de su tránsito vital. También de su recorrido profesional, porque como periodista su especialización se ha centrado en el área geopolítica originaria de una parte de su familia. Se especializó en el mundo eslavo. De manera natural, ahí basó su formación, sus estudios y su ejercicio del periodismo… Hasta el 28 de febrero de 2022, cuando fue detenido por los servicios de seguridad polacos.
Contra el periodista González –por ahora– apenas constatamos otra cosa que las insidias que destilan los servicios y los secretismos llegados desde tierras polacas hasta la península Ibérica. Los repite bajito el ministro José Manuel Albares, sin que llegue a dar la impresión de que percibe mucho más que el eco que sopla desde Varsovia.
En El Mundo, leo a un colega que describe un dossier y/o documentación digitalizada que habría guardado Pablo González sobre medios de la oposición a Putin. ¿Y?
Todos los periodistas que queremos salir de los lugares comunes, que intentamos hablar en serio, almacenamos documentos sobre los temas que tratamos o que pensamos tratar. ¿O no es así?
Quizá al preso Pablo González no le favorece tampoco tener entre sus letrados defensores a uno excesivamente controvertido y mediático. Hace meses (23 de septiembre de 2022) ya expresé aquí mis dudas sobre ello en un artículo que titulé La prolongación de los procedimientos como castigo: los casos de Assange y Pablo González.
Pero el asunto fundamental es que –en su carácter de preso a la espera de juicio– sólo ha recibido una docena de visitas consulares, unos pocos contactos –limitados– con su equipo de defensa y dos encuentros con su esposa Oihana Goirena, acompañada una vez por uno de sus hijos (que son tres, todos menores).
Para él, el horizonte de su comunicación con el exterior ha sido muy limitado: nos dicen que pasa veintitrés horas en la celda, que las cartas que recibe tardan semanas y que otras son devueltas a los remitentes. Ese panorama resulta infame. Desde hace poco, está acompañado por un compañero de celda no muy estable, según nos dicen.
Hay que ser muy fuerte para mantenerse estable en esas condiciones.
En Bruselas, con alguna torpeza por mi parte, traté de señalar otros casos de periodistas presos que tienen alguna similitud con el suyo:
–Pablo González y Evan Gerschkovich, corresponsal de ‘The Wall Street Journal’ detenido en Rusia desde marzo; junto al periodista polaco-bielorruso, Andrzej Poczbout, corresponsal del diario polaco ‘Gazetta Wyborcza’, que ha sido condenado a ocho años de cárcel en Bielorrusia; al lado de Julian Assange, del que no cabe ignorar su duro castigo mediante un procedimiento multipolar e inacabable, tienen algo en común: todos sufren acusaciones de ser espías o de haber atentado contra la seguridad nacional de los países por los que transitaban o en los que trabajaban en un momento determinado.
Ese hilo conductor, en el caso de Pablo González, surge tras sus coberturas periodísticas de la guerra de Ucrania. Coberturas para diversos medios y que son públicas por definición, claro. En ese campo, él tiene un horizonte mental mayor que quienes no sabemos ruso, ni polaco, ni apenas distinguimos las músicas de las diversas lenguas eslavas, incluido el idioma ucraniano.
Desde luego, por experiencia propia, sé que los periodistas somos siempre sospechosos en todos los conflictos. Ya señalé en Bruselas que un colega marroquí me dijo un día que yo era ‘un espía argelino’ [sic]; en Kosovo, alterné las sospechas ajenas de ser un espía kosovar (los días pares) con las de ser espía serbio (los días impares).
Desde el estereotipo y la perspectiva de algunos expertos, el periodismo y el espionaje son hermanos gemelos. No es así, sino todo lo contrario.
Para los periodistas que merecen ese nombre, el estado natural del periodismo implica las libertades de palabra y de movimientos, la libertad de expresión en sentido amplio, la libertad de investigar y la libertad de comunicar, dentro de los códigos éticos del oficio.
Eso es en esencia lo más opuesto que puede haber a la médula del espionaje. El objetivo es diametralmente contrario, aunque haya periodistas que se alejen del respeto a las reglas y se metan en campos espinosos. Es en este sentido en el que hay que defender a Pablo González, defendemos su libertad de movimiento como periodista y –desde el punto de vista ético y democrático– todas las libertades a las que me he referido antes, lo mismo que la presunción de su inocencia y de su ética profesional.
No es difícil intuir que su castigo tiene que ver con su vida, con la percepción configurada por otros, con una especie de maldición biográfica: Pablo González tiene doble nacionalidad, española y rusa, y el ruso es también para él idioma natural, lo mismo que el español.
Es también víctima de prejuicios relacionados con la historia, con la suya y con las desconfianzas viejas, remotas en el tiempo, de Rusia y Polonia.
Añádase que para algunos profesionales de lo que en francés llaman la barbouzerie –los servicios de los que hablamos– los periodistas apenas somos otra cosa que almacenadores y repartidores de información, casi como ellos. Y esa fracción de los barbouzes no puede aceptar que no todos somos espías, aunque sepamos que en ese campo profesional –seguramente– hay también de todo. En el espionaje, además, hay paraguas y coberturas diversas: desde la cobertura diplomática hasta la alta cocina, desde la alta intelectualidad hasta la fontanería. Hasta los expertos digitales (bueno, de estos hay más). De modo que los profesionales del espionaje polaco parecen haber centrado sus sospechas en una presa fácil: se trata de un periodista. Así de sencillo, un periodista autónomo (freelance) que estaba bien situado culturalmente para entender el conflicto bélico que amenaza Europa en nuestra época.
Pablo tropezó con los barbouzes.
En esta misma publicación, ya señalé el caso de varios periodistas italianos, Salvatore Garzillo, Andrea Sceresini y Alfredo Bosco, que tropezaron al otro lado de la frontera con las autoridades de Ucrania, mientras se desplazaban por aquel país en guerra.
Fueron asimismo golpeados por la precariedad actual del ejercicio actual del periodismo (eso incluye a Pablo González). Una precariedad que produce falta de respuesta en la opinión y en los medios que siguen la guerra. Porque los lectores y espectadores de los medios no saben nada de las duras condiciones laborales que sufre la mayoría de los enviados especiales que leen o ven en una pantalla de televisión: débiles contratos, viajes sin seguro de riesgos, con propietarios de medios de comunicación dispuestos a olvidarlos al primer traspiés, sin suficiente respaldo de la profesión.
Para ganarse la vida, están obligados a una multiactividad extenuante y peligrosa. Cuando alguno muere, cae o se convierte en detenido (o es expulsado de la zona), los editores y propietarios de los medios apenas levantan la voz y esquivan ese tipo de parones enviando al frente a otro (precario) profesional de la información.
Le suivant, lascia andare il prossimo, next !
Malditos sean también esos irresponsables mediáticos.
En Bruselas, algunos europarlamentarios (-as) se comprometieron a presionar para una apertura mayor del caso para acelerar el juicio. de Pablo González. Se trata de esclarecer, no de emborronar más con una sucesión de rumores sotto voce.
Así él podría defenderse mejor.
Ha habido nuevas iniciativas: una carta del Grupo de Apoyo de Madrid al ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, pidiendo que Pablo González pueda ingresar en una cárcel española, a la espera del juicio en Polonia. Mejorarían sus condiciones de encarcelamiento en lo que se ha llamado –no sin algunas razones– el Guantánamo polaco.
Hace poco, el Comisario de Justicia de la Unión Europea, Didier Reynders, ha reabierto esa posibilidad al responder a la eurodiputada Idoia Villanueva (grupo The Left en el PE).
– “…la Decisión Marco 2009/829/JAI del Consejo permite que un sospechoso sea objeto de una medida de vigilancia en su país de origen hasta que el juicio tenga lugar en otro país, en lugar de ser sometido a prisión preventiva en un país extranjero…”
Es decir, que Pablo González podría regresar, estar cerca de su familia. No tendría que estar necesariamente preso, sino bajo control judicial y policial de las autoridades españolas.
En Polonia, el contexto inevitable es la guerra de Ucrania, sí. Pero no olvidemos que los dirigentes polacos siguen chocando con la Comisión y el Parlamento Europeo sobre el funcionamiento de su aparato de justicia. Sus enfrentamientos con las instituciones de Bruselas no cesan, por la falta de respeto a la división de poderes por parte del Ejecutivo de Varsovia, donde el verdadero hombre fuerte de Polonia, Jaroslaw Kaczynski, presidente del PiS, ha regresado al primer plano de la política. Está de nuevo en el Gobierno, como viceprimer ministro. Y hoy, la misión oficial del regresado Kaczynski (que nunca se fue de verdad) es coordinar la acción de todos los ministerios, a medio año de unas nuevas elecciones en un país dominado por tiesos derechistas, que desean mostrarse aún más firmes desde que perdieron las elecciones municipales en su capital, Varsovia, donde el europeísta Rafal Trzaskowski logró derrotar al candidato del PiS.
Ese panorama de relativa inestabilidad política no favorece un posible amparo para Pablo González. Para lograrlo sería necesaria una acción decidida por parte de las instituciones europeas y del lado del Gobierno español, en particular, de su ministerio de Asuntos Exteriores. Pero Albares es –ha sido– el gran ausente del caso. Se ha limitado a dar crédito a los secretismos que generan quienes detuvieron al periodista.
Después, ha habido rumorología y silencios mediáticos estruendosos. De vez en cuando, algún artículo echando más leña al fuego. También insidias, incluidas algunas contra su familia. En ese sentido, las tremendas condiciones carcelarias de Pablo González y su presunción de inocencia no les parecen a los responsables lo más importante. Han relativizado el asunto: los derechos fundamentales del preso están garantizados, dijo el ministro Albares.
En Washington, la administración Biden reafirma que Gerskovich está «injustamente detenido». En Varsovia, piden la liberación del periodista Andrzej Poczbout. En Londres, las organizaciones de defensa de los derechos humanos, las oenegés en favor de la libertad de información y la National Union of Journalists of Great Britain and Ireland, son unánimes: hay que poner fin de una vez por todas al calvario de Julian Assange.
¿Quién bloquea el impulso de una petición parecida sobre Pablo González? Pues acaso sean el silencio oficial y la destilación constante de insidias que brotaron en Polonia en el mismo momento en el que Pablo González empezó a ser interrogado por los servicios de allí. Eso incluso ha calado en algunos colegas de la profesión periodística.
Las autoridades nos sugieren que hay algo «grave» que saben, pero que NO pueden decirnos. Al cabo de año y medio de prisión, de aislamiento y condiciones muy restringidas de comunicación con el exterior, ese entramado de voces calladitas, de sugerencias incompletas, resulta difícilmente sostenible.
Saquen a Pablo González de esa ignominia. Pueden hacerlo. No podemos seguir navegando sobre una charca de insidias y por encima de la presunción de inocencia. No pueden tener tanta fe en una verdad revelada que –a la vez– resulta secreta. Porque hasta hoy nadie ha entrevisto nada preciso, ni sabemos nada de las supuestas pruebas que dicen detentar los acusadores.
En el mundo, asesinan a los periodistas en muchos lugares y hay centenares más que tuvieron que partir hacia el exilio para salvar su vida. Proceden de países como Afganistán, Rusia, Marruecos o Siria. También de Guatemala, Nicaragua, El Salvador y México, donde el asesinato de periodistas resulta casi siempre impune.
Y la Federación Internacional de Periodistas (FIP) y otras organizaciones de defensa del periodismo cifran en casi cuatrocientos el número de los periodistas presos en el mundo. Pablo González es uno de ellos. Eso también es el contexto, no sólo el de la guerra de Ucrania y el de la política interna de Polonia.
No olvidemos que en el caso de Pablo González estamos ante otro hecho fundamental, que ha sorprendido al ministro Albares: Pablo está encarcelado en la UE en condiciones indignas de la Europa democrática, mientras representantes públicos y de la profesión siguen hablando muy poco y en voz baja de su encarcelamiento.
¿Hasta cuándo?