Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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El otro Cancún

Por Cristina Maruri.

Atiborrada de nostalgia me subo al taxi que me llevará al aeropuerto. Porque han sido días infinitos en belleza, descubrimientos y relax. Apasionada por la cultura maya, por aguas de un turquesa indescriptible, por playas de harina y no de arena. Pensamientos que se suceden como las imágenes tras la ventanilla, avanzando por el boulevard “apalmerado”, en donde su ubican la mayoría de los hoteles.

La rotura de una tubería detiene el tráfico y el chófer, tan amable como servicial, rasgos muy propios, del para mí entrañable pueblo mexicano, trata de que la espera no me desespere.

Inicia la conversación con prudencia, para conocer la disposición de su receptora, y al ver que me agradará conversar y que agradezco su interés por mi bienestar, comienza a formularme una serie de preguntas sencillas.

Qué me ha parecido Cancún, qué he visitado, si volvería…

Mis contestaciones son todas favorables porque lo cierto es que sería faltar a la verdad si pusiera alguna pega a los días transcurridos, en un paraíso natural dispuesto para la felicidad de los que, en el vuelo de la vida, recalamos algún tiempo en la Riviera Maya.

La espera se prolonga, al igual que la conversación, y como a menudo suele suceder, si los intercambios son sinceros, cambian de carril y en su devenir, los contenidos se tornan más profundos.

Soy yo ahora, la que en mi insaciable curiosidad ha tomado la batuta formulando las preguntas y es mi joven conductor quien las responde.

No hace falta ser muy lince para darse cuenta de que repite una misma contestación: “para el turista, Cancún está muy bien. Para el turista está muy bien”.

No hace falta ser muy espabilado, para sospechar que desea que le haga una pregunta concreta ¿Por qué dices para el turista, acaso para las personas que viven y trabajan aquí, no lo es?

Es entonces cuando compruebo que he abierto la caja de Pandora del desahogo. Me habla de los precios que no pueden soportar. Trabajos en los hoteles de más de doce horas diarias, a cambio de cuatrocientos euros mensuales. De que le resulta imposible conducir menos de catorce horas al día, si quiere comer y pagar su habitación de alquiler. Se queja de múltiples privaciones, aunque me confirma que no hay hambre en la población, lo cual me consuela; un poquito.

Las aguas me empiezan a parecer no tan turquesas y las arenas no tan finas, y en ese momento interrumpe nuestra conversación el arranque del motor, porque hemos superado la avería.

Rodamos, pero como si hubiera habido un antes y un después, detecto que a mi joven ya amigo, ahora le escasean las palabras. Es como si el cielo azul a él también se le hubiera cubierto con nubarrones.

Creo que la caja de Pandora no se ha abierto totalmente, y que su liberación ha sido parcial. Percibo que quiere contarme algo más pero no se atreve.

Lo intento con un: “vaya, lo lamento, no pensaba que estuviera tan mal…”

“Sí”, me contesta, “para los que no somos turistas está feo, muy feo” (adjetivo que emplean como sinónimo de malo).

No dice nada más ni yo tampoco. Me toca esperar a que decida, si quiere superar el nivel de sus revelaciones.

“Es demasiado feo para contarlo”: su nuevo comentario que me sorprende, aunque no demasiado.

He de ayudarle a que termine las frases, porque lo cierto es que su temor y/o vergüenza se lo impiden. Pero sus aseveraciones inequívocamente me hacen concluir, que las mafias y las drogas son ese otro Cancún, para mí y hasta entones; desconocido.

Pequeños empresarios y autónomos como él, son continuamente extorsionados y han de pagar, si no quieren ver perjudicadas sus pertenencias o integridad física.

Y los trabajadores de los hoteles tampoco se salvan, porque muchos de ellos son obligados a actuar como camellos vendiendo cocaína a los clientes, a riesgo de que les corran (verbo que emplean como sinónimo de despedir). Con la policía tampoco cuentan, porque también y según me revela, está a sueldo de dichas mafias y absolutamente corrompida. La conclusión es que se encuentran totalmente oprimidos y desprotegidos.

Es por ello por lo que constantemente buscan el sueño americano, arriesgándose hasta lo indecible, ya que no solo lo es por alcanzar unas cotas razonables de dignidad de vida, sino por la necesidad vivir libres y no sometidos ni atemorizados.

El taxi se detiene frente a salidas de la Terminal 3. Me abre la puerta, saca la maleta, pago y nos despedimos.

Le doy la mano, las gracias y le transmito mis mejores deseos, de corazón, para la Navidad y para que las cosas cambien.

Entro en la terminal mientras arrastro la trolley y mi pesadumbre.

El mundo no deja de golpear injustamente a los más frágiles e indefensos.

La esclavitud todavía no se ha superado.

Cristina Maruri