Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Ya estamos a un tiro de piedra de alcanzar el primer cuarto de siglo de este tercer Milenio, que estrenamos no hace tanto. En menos de dos años habremos completado la travesía de un paso que, hasta hace poco, parecía infranqueable. Una barrera natural que, en ese período de historia que nombramos con las siglas D.C., tan sólo había sido rebasada una vez anterior: el 1 de enero del año de gracia de 1001. Algunos, quizá llevados por un buenismo romántico, opinan que quienes hemos vivido la experiencia, tanto la reciente como la lejana, formamos parte de un club de seres privilegiados, elegidos para la gloria entre miles de generaciones. Otros, conocedores de la perversidad de la historia, miran hacia atrás, a aquel segundo Milenio surgido en mitad del medievo, y no pueden evitar pensar en la maldita gracia que les tuvo que hacer a los habitantes de aquella época haber sido designados, entre miles de millones de concursantes, para enfrentarse a las tinieblas y al caos.
La verdad es que a estos últimos no les falta razón. Cuentan las crónicas que se hicieron en la época, que el final del año 1000 se convirtió en un auténtico pandemonio. El personal estaba convencido de que todo se acababa. A unos les dio por rezar y a otros por emborracharse y sumirse en los denostados “abusos”. En cualquier caso, un elemento fue común a ambas opciones o actitudes: todos dejaron de trabajar.
Lo primero que hicieron los aterrados habitantes del segundo Milenio fue abandonar sus trabajos, ya fueran en el campo o en las cocinas del castillo. Seguramente pensaron que, para cuatro días que quedaban, no merecía la pena castigar más el cuerpo. ¡Y por primera vez fueron todos iguales! Eliminadas las posibilidades de seguir viviendo, desistieron de la necesidad de mortificación que, como es sabido, es consustancial a la vida y, en función de la intensidad con que cada uno se la aplica, elemento generador de diferencias y clases sociales. Y si no, acordémonos del «…vivirás en un valle de lágrimas, ganarás el pan con el sudor de tu frente y concebirás con dolor de tu vientre…», citas de las que, por cierto, ya le hubiera gustado ser autor al Marqués de Sade.
Las referidas crónicas achacaban este mar de confusión a las múltiples profecías que se formulaban en la época y al despiste que ello provocaba entre la población. Parece ser que algunos hicieron una mala interpretación del Apocalipsis, en la que se confundía la resurrección de los justos con la vuelta del Mesías y otros enigmas por el estilo. Este error de cálculo, imputable a algún mago al servicio del señor feudal, que realizó apresuradamente sus previsiones ante el nerviosismo que le producía la inmediatez de un fin de semana fuera del castillo, provocó efectos que aún hoy vivimos en carne propia.
Transcurridos los primeros meses del nuevo año 1001, los señores y campesinos, que en ese momento compartían reclinatorios en las iglesias y camas en los burdeles, comenzaron a apercibirse de que el sol seguía en lo alto y de que las mareas no habían rebasado sus límites habituales. Empezaron a mirarse con recelo. Los nobles volvieron a observar interesados sus campos y posesiones, mientras que los plebeyos fijaron sus ojos desconcertados en sus alacenas vacías. Se acabó la armonía. La vida adquirió de nuevo su categoría de futuro. La mortificación volvió a ser una necesidad.
A algunos de los que, desde la edad madura, nos enfrentamos hace unos años a la llegada de este tercer Milenio, no nos asustaba la posible explosión del sol, el choque de los mundos o la invasión de las aguas marinas. Aunque, hay que reconocer que lo de la Pandemia nos hizo dudar a más de uno. Nos preocupaban, y lo siguen haciendo, otro tipo de profecías, esas que ahora se denominan predicciones. También han sido formuladas por magos, posmodernos en este caso, y, como no podía ser de otra manera, también hablan de muerte, sufrimiento, hambre e injusticia. Son tan concretas, que cuantifican con precisión estadística el número exacto de personas que, en los próximos años, experimentarán cada una de esas nefastas situaciones.
Malos tiempos éstos en los que los agoreros hacen su agosto. De todas maneras, yo soy de los que piensan, quizás arrastrado por mi genético candor, que el sol seguirá apareciendo por el este y que el ser humano luchará por no mortificarse. Aunque he de reconocer que me fastidia, y mucho, haber dejado pasar la oportunidad, y que la llegada del nuevo Milenio, a diferencia de lo que ocurrió con la del anterior, no nos haya servido en esta ocasión para dejar de trabajar. ¡Es una lástima!