Comencemos por la actualidad: el próximo día 7 de mayo, miércoles, será el inicio del cónclave para la elección del nuevo Papa, el sucesor del Papa Francisco (17-XII-1936—21-abri-2025), cónclave en el que 135 cardenales votarán de forma secreta al próximo Papa, en una elección que se celebrará en el interior de la Capilla Sixtina, donde estarán completamente aislados del mundo exterior… Los últimos dos cónclaves duraron dos días, pero arece que este puede llevar más tiempo, ya que muchos de los cardenales proceden de países en desarrollo y no se conocen bien entre sí…
Mi experiencia personal con el Papa Juan Pablo II
Desde el pasado 14 de febrero hasta su fallecimiento informativamente vivimos la grave enfermedad del Papa Francisco, que ingresó en el Hospital Gemelli de Roma por una infección pulmonar, enfermedad que derivó en neumonía bilateral… Y en aquel tiempo, el pasado día 2 del mes de abril, la Iglesia Católica recordaba los veinte años de la muerte de Juan Pablo II, el conocido como “Pontífice Grande”, que vivió casi 85 años… Y este periodista lo recuerda ahora porque coincidió con él en dos ocasiones y vivió la cercanía de un gran Papa, una de ellas en el Vaticano, con una representación vasca presidida por el entonces consejero de Cultura del Gobierno Vasco: Joseba Arregi, para invitarle oficialmente al santuario de Loyola, visita que aprovechó el Papa para acudir y vivir también en Navarra, concretamente en Javier, el 6 de noviembre de 1982.


Mi presencia en Roma con el Papa Juan Pablo II y su ingreso por atentado
Fue aquella la primera vez que un pontífice de origen polaco visitó España… Este Papa, de nombre secular Karol Józef Wojtyła, fue el pontífice 264.º de la Iglesia católica y soberano de la Ciudad del Vaticano… Canonizado en 2014, durante el pontificado del Papa Francisco, lo que lo convirtió en santo de la Iglesia católica…
Hay tres frases de Juan Pablo II de permanente recuerdo: “No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad” / «La verdadera reconciliación entre hombres enfrentados y enemistados solo es posible si se dejan reconciliar al mismo tiempo con Dios». «No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón».
Fue aquel 2 de abril de 2005 cuando san Juan Pablo II fallecía a las 21:37 horas y cuando se anunció su muerte en la plaza de San Pedro, y decenas de miles de peregrinos que rezaban allí respondieron con un aplauso que duró varios minutos. Dos décadas después, su tumba es uno de los lugares más visitados en San Pedro… Hay que hacer fila para detenerse unos minutos y rezar ante sus restos, que están bajo el altar de la capilla de san Sebastián, donde todos los jueves se celebra una misa en polaco… Muchos acuden a esa misa para devolverle la visita que hizo a su propio país, ya que viajó a 129… Otros fieles lo hacen para encomendarle una necesidad o darle las gracias por su ayuda…
Juan Pablo II nació en Wadowice el 18 de mayo de 1920. Fue actor, operario en una fábrica química y seminarista clandestino. Practicaba el alpinismo, la canoa y la natación… Durante sus 26 años de pontificado escribió 14 encíclicas y publicó libros de poesía y ensayos. Duplicó el santoral y elevó a los altares a la filósofa carmelita Edith Stein, a Teresa de Calcuta y a la esclava sudanesa Josefina Bakhita. Fue el Papa de las primeras veces: el primero que entró en una sinagoga, el primero que visitó una mezquita y que besó el Corán como texto sagrado para millones de personas, el primero que viajó a la Cuba de los Castro, el primero que pidió perdón por los pecados de la Iglesia, el primero que dio ruedas de prensa… Muchos le atribuyen el mérito de que cayeran el Muro de Berlín y el totalitarismo soviético sin derramamiento de sangre…
De sus visitas a España, además de la del País Vasco y Navarra, la más simbólica fue su viaje a Santiago de Compostela en 1989, para la segunda Jornada Mundial de la Juventud, donde supo crear un vínculo de confianza con los jóvenes. Cuando el 2 abril de 2005 quedó claro que eran sus últimas horas, miles de jóvenes se acercaron a la plaza de San Pedro para acompañarle simbólicamente bajo la ventana de su cuarto. Sus colaboradores se lo dijeron y el Pontífice les envió un último mensaje: «He salido en vuestra búsqueda; habéis venido, y os lo agradezco».
Según escribía hace unos días el periodista Javier Martínez Brocal, en una larga e interesante entrevista al franciscano Enzo Fortunato, que vivió los últimos años junto a Juan Pablo II, recuerda que, como número tres de la Santa Sede, llevaba cinco años acompañándole en sus viajes, y, cuando ya le costaba o no podía articular palabras, leía sus discursos y homilías. Y recuerda como en todo el mundo hay muchas escuelas y parroquias con el nombre de Juan Pablo II que inspiran a los jóvenes… En Polonia lo llaman «el más grande de los polacos» y para muchos católicos es Juan Pablo II «el Grande», por la magnitud de su pontificado.
Preguntado el franciscano Fortunato ¿cómo recuerda a Juan Pablo II?, responde: “Con mucho cariño. Cuando fue elegido, en 1978, yo ya trabajaba en el Vaticano. Era secretario del entonces sustituto de la Secretaría de Estado. Recuerdo la emoción de que eligieran a un Papa polaco. Con su «abrid las puertas a Cristo» comenzó una nueva etapa. Eligieron a una persona que estaba bajo una dictadura y que había demostrado que luchaba por la dignidad y la libertad. Era un signo de ruptura con todo lo que ese totalitarismo representaba. Por eso resonaron con tanta fuerza sus palabras sobre abrir las puertas a un mundo nuevo de libertad y de justicia”.
¿Qué gesto le impresionó más? —“Recuerdo que, tras el atentado de 1981, como había perdido mucha sangre, decidieron llevarlo inmediatamente al Hospital Gemelli en ambulancia y sin escolta. Fue la primera vez que ingresaban a un Papa en un hospital. La foto que se publicó de él en la cama, con esa mirada serena, humanizó y cambió el papado. Nunca se había visto algo así. Pocos años antes, cuando Pío XII salía a los Jardines Vaticanos, quienes se cruzaban con él se ponían de rodillas. Los años en los que lo vio más de cerca fueron los últimos. —Sí. En 2000 me nombró sustituto de la Secretaría de Estado. Cuando llegué a Roma él ya usaba el bastón y, después, la silla de ruedas. Pero tenía una fuerza enorme. Fueron años de viajes extraordinarios. Recuerdo su adiós a Polonia en agosto de 2002, con un viaje tremendo a Cracovia ante una multitud que lo despedía en silencio. Unas semanas antes me impactaron las lágrimas de México, cuando fue para canonizar a Juan Diego. Por todo el camino hacia el aeropuerto había gente a los dos lados, llorando. Veían que no estaba bien. La última salida fue a Lourdes.
La foto que mostramos en el Hospital en 1981 cambió el papado, asegura quien fue, como número tres de la Santa Sede, uno de sus principales colaboradores… Y añade: “Le quedaba menos de un año y se entregó de nuevo a la Virgen… Allí dejó esculpido con gestos su lema: Totus tuus, frase latina que significa “totalmente tuyo”, lema que expresa la idea de entregarse por completo a Dios a través de la Virgen María….
Preguntado: ¿Cómo era de cerca? Responde: “En esos cinco años de ir poco a poco apagándose, yo vi la fuerza de la cruz. Era como si dijera «en la debilidad yo soy fuerte, en la debilidad puedo contribuir a la paz del mundo». Con su enfermedad, tenía más poder que cuando tenía salud. Se veía el poder de Cristo. Lo hemos vivido también ahora con Francisco. Quizá en esas situaciones los Papas no pueden hacer lo que hicieron con todo su vigor, su rapidez mental y su servicio, pero pueden seguir dando ese testimonio del amor de Dios a los hombres”.
Aquel 2 de abril de 2005 a usted le tocó la responsabilidad de anunciar el fallecimiento del Santo Padre… Así fue, cuando vi el cadáver, tenía los pies descalzos y me salió del corazón pronunciar esa frase de un salmo: «¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian la paz!»… Usted fue uno de sus colaboradores más cercanos. Imagino que, desde que se fue al cielo, ahora es usted quien le pide ayuda. ¿Le tiene devoción?… “Algunos cardenales tenemos una especie de costumbre: antes de las ceremonias litúrgicas, cuando nos encontramos para revestirnos en la capilla en la que está su tumba, siempre lo recordamos y nos encomendamos” (…)
Visita de Juan Pablo II a Loyola en 1982


Cerca de 200.000 personas se congregaron en Loyola en noviembre de 1982, cuando Juan Pablo II, visitó la cuna de los jesuitas, cuna de Ignacio de Loyola (1491-1556), fundador de la Compañía de Jesús y vasco más universal de todos los tiempos… El Papa, afirmó: “San Ignacio de Loyola fue la figura que más ha hecho conocer este lugar en todo el mundo. La que más gloria le ha traído. Un hijo de la Iglesia que bien puede ser mirado con gozo y legítimo orgullo” (…) Aquel fue el primer viaje del pontífice polaco a España tras su proclamación y en él incluyó una parada en el País Vasco… En esta última ocasión, este periodista subrayó en los periódicos el hecho de que se cantara en euskera la marcha de San Ignacio para agasajar a Juan Pablo II, recibido con todos los honores… En el público ondeaban banderas de España, ikurriñas y enseñas de color blanco y amarillo, los colores del Vaticano…
Un dato curioso y muy informativo: A muchos sorprendió hallar en el lugar a unos policías vestidos de rojo y con ‘txapela‘. Eran los primeros 280 ertzaintzas, que tuvieron en la visita papal una de sus primeras misiones. Ayudaron a la Guardia Civil en las labores de orden público en Azpeitia y pocos meses después asumieron ya las competencias de Tráfico y otras funciones…
“La magnitud de Juan Pablo II” es el titular de un artículo de Julián Marías (1914-2005), filósofo y ensayista español, publicado el 23 de marzo de 2009, en el que escribe: “Mi impresión de él se resumió en una frase: «Tiene los pies en el suelo y lo levanta todo». Y añadía: Poco a poco, fue resultando evidente un rasgo capital, que caracteriza a ese hombre: su magnitud. Su realidad es asombrosa; apenas es creíble lo que ha hecho en un par de decenios. Lo que podemos llamar su «eficacia» apenas es creíble: gestión de la Iglesia, viajes, discursos, atracción de muchedumbres incontables, atención a la complejidad del mundo, intervención en el examen de sus problemas, así como de escritos doctrinales de extraña profundidad” (..)
Tal y como escribía Borja Vivanco, el 2 de mayo de 2011, “la visita del Papa dio aliento a católicos y no creyentes, en un momento en el que la violencia terrorista desgarraba la sociedad vasca, la crisis industrial empobrecía a miles de familias y el desempleo se cebaba en jóvenes desesperanzados. La contundente condena de la violencia realizada por la inconfundible y genial voz de Juan Pablo II, en unos años en los que todavía la Iglesia Vasca era acusada por algunos sectores de ambigüedad frente a ETA y su entorno sociopolítico, cobró un gran significado; más teniendo en cuenta que el propio pontífice fue víctima de un atentado un año y medio antes. Ciertamente, el dramatismo se hizo presente en muchas de las páginas de la biografía de Juan Pablo II. Su solidaridad con el dolor ajeno es también proyección de su propio sufrimiento y de las muchas dificultades que atravesó a la largo de su vida” …
Y Borja Vivanco añade: “Juan Pablo II no fue el primer Papa que conoció el País Vasco. Quien fuera precisamente el último Papa no italiano antes de él, Adriano de Utrecht, fue elegido mientras moraba en Vitoria y obraba como regente de España por encargo del emperador Carlos V, allá en la primera mitad el siglo XVI. Es así que la capital alavesa se convirtió, por una temporada, en residencia papal. En resumidas cuentas, un Papa visitó el corazón de Gipuzkoa hace 30 años, otro fue elegido siglos atrás cuando vivía en Vitoria. Quizá un próximo Papa sea oriundo de Bilbao… También hemos de recordar que en la primera parte del pontificado de Juan Pablo II, a diferencia de nuestros días, varios vascos (con perfiles eclesiales distintos) ocupaban puestos de gran responsabilidad en la jerarquía de la Iglesia católica o en alguna de sus instituciones más emblemáticas” (…)
Borja Vivanco concluía: “Las diócesis vascas, todavía a mediados de los años 80 y principios de los 90, eran reconocidas por sus aspiraciones de cambio y reforma estructural en la Iglesia católica, pero también por sus extremismos. Por ejemplo, las conclusiones de la Asamblea Diocesana de Vizcaya, publicadas en 1987, llegaron a solicitar la desaparición del Estado Vaticano o del clero militar. De todos modos, parte importante del alto clero vasco no mostró interés en acoger a los ‘nuevos movimientos eclesiales’, que crecían casi por sí mismos y que gozaban de la simpatía de Juan Pablo II; acusándoles de ‘neoconservadores’, aun reconociendo su gran capacidad para extenderse y hacerlo, sobre todo, entre los jóvenes” (…)
Homilía de Juan Pablo II en Loyola: 6-XI-1982
Reogemos la extensa homilía en Loyola, que comienza con: ¡Alabado sea Jesucristo! Euskal Herriko kristau maiteok. Pakea zuei, eta zoriona!
1. Siento una gran alegría de haber podido venir hasta Loyola, en el corazón de la entrañable tierra vasca, para manifestar el amor del Papa por todos y cada uno de los hijos de esta Iglesia de Cristo (…) En este encuentro-homenaje, al fundador de la mayor orden religiosa eclesial, están asociados los otros fundadores de las demás familias religiosas nacidas en tierras españolas, y aquí representadas por sus respectivos superiores generales. Llegue a todos los miembros de las mismas el cordial saludo del Papa.
¡Qué amplio horizonte se abre ante nosotros, más allá de estas hermosas montanas verdes con sus creces y santuarios, al pensar en la panorámica eclesial que nos ofrecen! No podemos hacer una lista interminable (…) ¡Cuántos hijos e hijas de esta cristiana tierra vasca, noble y generosa, se cuentan entre los santos!… ¡Y cuánto han aportado al bien de la Iglesia en tantos campos! A ellos envío mi afectuoso recuerdo…
Al hablar de San Ignacio en Loyola, cuna y lugar de su conversión, vienen espontáneamente a la memoria los ejercicios espirituales, un método tan probado de eficaz acercamiento a Dios, y la Compañía de Jesús, extendida por todo el mundo, y que tantos frutos ha cosechado y sigue haciéndolo, en la causa del Evangelio.
El supo obedecer cuando, recuperándose de sus heridas, la voz de Dios golpeó con fuerza en su corazón. Fue sensible a las inspiraciones del Espíritu Santo, y por ello comprendió qué soluciones requerían los males de su tiempo. Fue obediente en todo instante a la Sede de Pedro, en cuyas manos quiso dejar un instrumento apto para la evangelización. Hasta tal punto que esta obediencia la dejó como uno de los rasgos característicos del carisma de su Compañía.
Acabamos de escuchar en San Pablo: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo . . .; como procuro yo agradar a todos en todo, no buscando mi conveniencia, sino la de todos para que se salven” (1Cor 11, 1; 10, 33).
Estas palabras del Apóstol podemos ponerlas en boca de San Ignacio hoy también, a distancia de siglos. En efecto, el carisma de los fundadores debe permanecer en las comunidades a las que han dado origen. Debe constituir en todo tiempo el principio de vida de cada familia religiosa. Por ello, justamente ha indicado el último Concilio: “Reconózcanse y manténganse fielmente el espíritu y propósitos propios de los fundadores, así como las sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio de cada instituto” (Perfectae caritatis, 2).
Desde esa fidelidad a la propia vocación peculiar dentro de la Iglesia, vivida en el espíritu de adaptación al momento presente según las pautas que establece el mismo Concilio, cada instituto podrá desplegar las múltiples actividades que son más congeniales a sus miembros. Y podrá ofrecer a la Iglesia su riqueza específica, armónicamente conjuntada en el amor de Cristo, para un servicio más eficaz al mundo de hoy.
3. Loyola es una llamada a la fidelidad. No sólo para la Compañía de Jesús, sino indirectamente también para los otros institutos. Me encuentro aquí con los superiores mayores que hoy gobiernan tantas órdenes y congregaciones religiosas. Y quiero exhortaros a ejercer con generosa entrega vuestras funciones de servicio evangélico de comunión, de animación espiritual y apostólica, de discernimiento en la fidelidad y de coordinación.
Sé que no es fácil en nuestros días cumplir vuestra misión como superiores. Por eso os aliento a no abdicar de vuestro deber y del ejercicio de la autoridad; a ejercerla con profundo sentido de la responsabilidad que os incumbe ante Dios y ante vuestros hermanos. Con toda comprensión y fraternidad, no renunciéis a practicar, cuando fuere necesario, la paciente corrección; para que la vida de vuestros hermanos cumpla con la finalidad de la consagración religiosa.
Esas dificultades irrenunciables de vuestra misión son parte de la propia entrega vocacional. Cristo, a quien un día elegisteis como la mejor parte, sigue haciendo resonar en vuestros oídos las palabras del Evangelio que hemos escuchado antes: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 23).
Estas palabras se refieren a cada cristiano. Y de manera particular a quien sigue la vocación religiosa. De ella habla Cristo en particular cuando dice: “Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien perdiere su vida por amor de mí, la salvará” (Ibid., 9, 24).
No podemos olvidar que la vocación religiosa proviene, en su raíz más profunda, de la jerarquía evangélica de las prioridades: “¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si él se pierde y se condena?” (Ibid., 9, 25).
Ni podemos tampoco perder de vista que la vida religiosa es también una vocación a un testimonio particular. Precisamente en referencia a ese testimonio hemos de entender las palabras de Cristo: “Quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre” (Ibid., 9, 26). Queridos hermanos y hermanas: Cristo quiere confesar delante del Padre (cf. Mt 10, 32) a cada uno de vosotros. Tratad de merecerlo, dando “delante de los hombres” un testimonio digno de vuestra vocación.
4. Ese testimonio vuestro ha de ser personal y también como institutos: capaz de ofrecer modelos válidos de vida a la comunidad fiel que os contempla.
Esta necesita la fidelidad de vuestros institutos para calcar en ella su propia fidelidad. Necesita vuestra mirada de universalidad eclesial, para mantenerse abierta, resistiendo a la tentación de repliegues sobre sí misma que empobrecen. Necesita vuestra amplia fraternidad y capacidad de acogida, para aprender a ser fraterna y acogedora con todos. Necesita vuestro modelo de amor, hacia dentro y fuera del instituto, para vencer barreras de incomprensión o de odios. Necesita vuestro ejemplo y palabra de paz, para superar tensiones y violencias. Necesita vuestro modelo de entrega a los valores del Reino de Dios, para evitar los peligros del materialismo práctico y teórico que la acechan.
Una eficaz muestra de esa apertura y disponibilidad podréis darla con vuestra inserción en las comunidades de las Iglesias locales. Cuidando bien que vuestra exención religiosa no sea nunca una excusa para desentenderos de los planes pastorales diocesanos y nacionales. No olvidéis que vuestra aportación en este campo puede ser decisiva para la revitalización de las diócesis y comunidades cristianas.
Lo será si esta comunidad cristiana del país vasco, de España y fuera de ella, puede encontrar en vosotros una respuesta de vida. Si a la pregunta de Cristo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, podéis contestar como un eco de los Apóstoles: Somos la prolongación en el mundo actual de tu presencia, del Ungido de Dios (cf. Lc 9, 20).
5. Esa doble vertiente de imitación de Cristo y de ejemplaridad en el mundo de hoy, han de ser las coordenadas de vuestros institutos religiosos. Para lograrlo, han de inculcar en sus miembros actitudes bien definidas.
En efecto, el mundo religioso vive inmerso en sociedades y ambientes, cuyos valores humanos y religiosos debe apreciar y promover. Porque el hombre y su dignidad son el camino de la Iglesia, y porque el Evangelio ha de penetrar en cada pueblo y cultura. Pero sin confusión de planos o valores. Los consagrados – como nos amaestra la liturgia de hoy – saben que su actividad no se centra en la realidad temporal. Ni en lo que es campo de los seglares y que deben dejar a éstos. Han de sentirse, ante todo, al servicio de Dios y su causa: “Yo bendeciré a Yahvé en todo tiempo; su alabanza estará siempre en mi boca” (Sal 33, 2).
Los caminos del mundo religioso no siguen los cálculos de los hombres. No usan como parámetro el culto al poder, a la riqueza, al placer. Saben, por el contrario, que su fuerza es la gracia de la aceptación divina de la propia entrega: “Clamó este pobre y Yahvé escuchó” (Sal 33, 7). Esa misma pobreza se hace así apertura a lo divino, libertad de espíritu, disponibilidad sin fronteras.
Signos indicadores en los caminos del mundo, los religiosos marcan la dirección hacia Dios. Por eso hacen necesidad imperiosa la oración implorante: “Clamaron (los justos) y Yahvé los oyó” (Ibid., 18). En un mundo en el que peligra la aspiración a la trascendencia, hacen falta quienes se detienen a orar; quienes acogen a los orantes; quienes dan un complemento de espíritu a ese mundo; quienes se ponen cada día a la hora de Dios.
Por encima de todo, el mundo religioso ha de mantener la aspiración perseverante a la perfección. Con una renovada conversión de cada día, para confirmarse en su propósito. ¡Qué capacidad elevadora y humanizante la de las palabras – auténtico programa – del Salmo responsorial: “Aléjate del mal y haz el bien, busca y persigue la paz”! (Ibid., 15). Programa para cada cristiano; mucho más para quien hace profesión de entrega al bien, al Dios del amor, de la paz, de la concordia.
Vosotros, queridos superiores y superioras, queridos religiosos y religiosas todos, estáis llamados a vivir esta realidad espléndida. Es la gran lección a aprender en Iñigo de Loyola. Para sus hijos, para cada instituto, para cada religioso y religiosa.
La de la fidelidad absoluta a Dios, a un ideal sin fronteras, al hombre sin distinción. Sin renegar; más aún, amando entrañablemente la propia tierra y sus valores genuinos, con pleno respeto a los ajenos.
6. No puedo concluir esta homilía sin dirigir una palabra particular a los hijos de la Iglesia en el País Vasco, a los que también hablo desde los otros encuentros con el pueblo fiel de España.
Sois un pueblo rico en valores cristianos, humanos y culturales: vuestra lengua milenaria, las tradiciones e instituciones, el tesón y carácter sobrio de vuestras gentes, los sentimientos nobles y dulces plasmados en bellísimas canciones, la dimensión humana y cristiana de la familia, el ejemplar dinamismo de tantos misioneros, la fe profunda de estas gentes.
Sé que vivís momentos difíciles en lo social y en lo religioso. Conozco el esfuerzo de vuestras Iglesias locales, de los obispos, sacerdotes, almas de especial consagración y seglares, por dar una orientación cristiana a vuestra vida, desde la evangelización y catequesis. Os aliento de corazón en ese esfuerzo, y en el que realizáis en favor de la reconciliación de los espíritus. Es una dimensión esencial del vivir cristiano, del primer mandato de Cristo que es el amor. Un amor que une, que hermana, y que por tanto no admite barreras o distinciones. Porque la Iglesia, como único Pueblo de Dios (cf. Lumen gentium, 9), es y debe ser siempre signo y sacramento de reconciliación en Cristo. En El “no hay ya judío o griego, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28).
No puedo menos de pensar especialmente en vuestros jóvenes. Tantos han vivido ideales grandes y han realizado obras admirables; en el pasado y en el presente. Son la gran mayoría. Quiero alabarlos y rendirles este homenaje ante posibles generalizaciones o acusaciones injustas. Pero hay también, desgraciadamente, quienes se dejan tentar por ideologías materialistas y de violencia.
Querría decirles con afecto y firmeza – y mi voz es la de quien ha sufrido personalmente la violencia – que reflexionen en su camino. Que no dejen instrumentalizar su eventual generosidad y altruismo. La violencia no es un medio de construcción. Ofende a Dios, a quien la sufre, y a quien la practica.
Una vez más repito que el cristianismo comprende y reconoce la noble y justa lucha por la justicia a todos los niveles, pero prohíbe buscar soluciones por caminos de odio y de muerte (cf. Juan Pablo II, Homilía en Drogheda, 29 de septiembre de 1979).
Queridos cristianos todos del país vasco: Deseo aseguraros que tenéis un puesto en mis oraciones y afecto. Que hago mías vuestras alegrías y penas. Mirad adelante, no queráis nada sin Dios, y mantened la esperanza.
Desearía quedara en vuestras ciudades, en vuestros hermanos valles y montañas, el eco afectuoso y amigable de mi voz que os repitiera: ¡Guztioi nere agurrik beroena! ¡Pakea zuei! Sí, ¡mi más cordial saludo a todos vosotros. ¡Paz a vosotros!
Que la Virgen María, en sus tantas advocaciones de esta tierra os acompañe a todos siempre. Así sea.
Y termino la referencia al Papa Juan Pablo II con un hecho muy curioso y sorprendente: “No nos traigas prohibiciones, sino razones para vivir”, le dijeron los jóvenes franceses al Papa en su viaje a Lyon y su comarca. Fue el 4 de octubre de 1986, el viaje 31 de su pontificado, en el que visitará el centro-este de Francia. Era la tercera vez que, como Papa, Karol Wojtyla, iba a una nación considerada tradicionalmente como «la hija predilecta de la Iglesia», el único país de Europa que Juan Pablo II visitó tres veces. Y, como siempre, un viaje que podría haber sido una rutinaria visita apostólica de un Papa que quería desempeñar su papel misionero en todos los rincones del mundo, y que acababa por cargarse de tensiones y de miedos… En un primer lugar fue la peregrina profecía de Nostradamus, quien había escrito en el siglo XVI: «Romano pontífice, guárdate de aproximarte a la ciudad bañada por dos ríos. Si te acercas a ella, tu sangre salpicará a ti y a los tuyos cuando florezca la rosa» (…) Y el Papa Juan Pablo II, sin embargo, dio a entender que las razones para vivir son aquellas que surgen y tocan la inteligencia y el corazón. Estas cosas son como el amor, están ahí, pero hay que descubrirlas y sacarlas del anonimato..
José Manuel Alonso