Por Jesús Martínez Gordo.
Reconozco estar sorprendido –y casi alucinado– por la vitalidad de este singular hombre que, con 87 años, se mete entre pecho y espalda un larguísimo viaje a algunas de las “periferias” de la otra parte del mundo y que, por si eso fuera poco, en vísperas de la última sesión del Sínodo Mundial 2024 –que ya se está celebrando en Roma desde el 2 hasta el 29 de octubre– se desplaza –del 26 al 29 de septiembre– a Luxemburgo y Bélgica para celebrar, en este último país, el 600 aniversario de una de las universidades católicas más grande del mundo: la de Lovaina. Además, mi reconocimiento por semejante vitalidad va unido al agradecimiento porque, como teólogo, estoy disfrutando –desde su elección como Papa– de una libertad de pensamiento que no han tenido la gran mayoría de los colegas que me han antecedido. Y que, por fortuna, también disfrutan todos los cristianos en el seno de la Iglesia católica.
Pero, ya que me he adentrado en el refranero, no me parece que esté de más recordar que “lo cortés, no quita lo valiente”, sin que ello quiera decir que yo lo sea, sino, más bien, que voy a hacer uso de la libertad de la que digo que estoy disfrutando gracias a Francisco. Creo que tengo que emplearla para explicar por qué pongo entre interrogantes eso de que a Francisco le ha llegado la hora –¿fallida?– de la verdad. Me gustaría que no fuera fallida, pero tengo importantes indicios de que, finalmente, lo va a ser, al menos, en cuatro asuntos que entiendo capitales para el futuro de la reforma de la Iglesia católica en la Europa occidental: el acceso de la mujer al sacerdocio ordenado; la defensa de su dignidad y protagonismo en igualdad de condiciones con los varones; el desalojo del ejercicio y justificación del modelo de un poder unipersonal, absolutista y monárquico que sigue imperando y la apuesta –clara y firme– en favor de una reorganización codecisiva, descentralizada y policéntrica en todo aquello que es opinable, que, por cierto, es mucho; bastante más de lo que se cree.
Y visto que, es altamente probable que Francisco falle o se quede muy corto en la resolución de estos asuntos, no me queda más remedio que esperar a otro Papa que, además de “abrir procesos” de reforma (como dice y hace el actual), los vaya cerrando de manera creativa y esperanzadora. E, igualmente, desear que no sea del perfil, por ejemplo, de Juan Pablo II y que existan, para entonces, al menos, restos o rescoldos significativos de la Iglesia católica en la Europa Occidental.
Tengo muchísimas dudas sobre el primero de los asuntos: creo que Francisco va a volver a fallar en las primeras de las urgencias. Lo vengo percibiendo desde el principio de su pontificado, en particular, cuando expuso su programa. Desde entonces, no ha hecho más que repetir –por activa y por pasiva– que “el sacramento del orden sacerdotal está reservado para los hombres”. Por eso, así me parece, ha creado tres comisiones para no llegar a nada y, de esta manera, dar la impresión de que la resolución del problema no es suya. Este modo de proceder se asemeja mucho a lo de estar “mareando la perdiz”.
Pero esto, siendo importante, no es todo. Hace unos días, en la Universidad Católica de Lovaina ha vuelto a repetir –a preguntas de los alumnos y profesores– algo que también ha dicho antes de ahora sobre la igualdad de género: “la mujer, en el pueblo de Dios, es hija, hermana, madre”. La dignidad que “caracteriza a la mujer” –ha sentenciado– “no está determinada por consensos o ideologías”, sino “garantizada por una ley original, no escrita en el papel, sino en la carne”.
Dos días después, la Rectora de la Universidad Católica ha publicado un comunicado en el que –tras reconocer “convergencias en relación con las desigualdades ambientales y sociales” con el Papa– critica la “gran divergencia” existente entre la Universidad y Francisco “en lo que respecta al lugar de las mujeres en la sociedad”, manifestando “su incomprensión y desaprobación de la posición expresada por el Papa”. El sucesor de Pedro –sostiene la Rectora– mantiene una comprensión “determinista y reduccionista” sobre el lugar de las mujeres en la sociedad ya que no contempla debidamente la autorrealización de cada uno “independientemente de su origen, género u orientación sexual”.
¡Envidiable libertad la de esta Rectora que me gustaría poder apreciar en otras instituciones, organismos, empresas y ámbitos, incluidos los de la Iglesia, y que muestra que el disfrute de la libertad –al que me he referido más arriba– no es solo personal! Y, a la vez, preocupantes las dificultades que parece tener Francisco para entender y acoger que la reivindicación de la igualdad brota de que todos –independientemente del género– somos iguales en dignidad, derechos, trato y proyectos personales de vida. Creo que también en este asunto, la hora de la verdad de Francisco está resultando fallida. Y, por eso, sospecho que se incrementará el número de las mujeres que no estarán dispuestas a seguir esperando.
Y fallida me resulta –al menos, hoy por hoy– la necesidad de desalojar –teórica y prácticamente– la concepción y ejercicio unipersonal, absolutista y monárquico del poder en la Iglesia, así como la apuesta –clara y firme– en favor de un modelo de Iglesia católica codecisivo, descentralizado y policéntrico. Es una conclusión que no puedo evitar cuando oigo a Francisco insistir en la centralidad de la “escucha” en el Sínodo mundial, sin tocar, para nada, dichas concepción y estructura unipersonal, monárquica y absolutista del poder. Es algo que no anuncia nada bueno. Y eso, a pesar de que en la actual Constitución Apostólica sobre el Sínodo se señala que el Papa puede aprobar el Documento final como “magisterio ordinario”, en cuyo caso dicho Documento sería publicado con su firma junto a la del resto de los miembros del Sínodo.
Si algo de esto sucediera, me encontraría con un Sínodo deliberativo y, sin duda alguna, con la decisión más revolucionaria de todo el pontificado de Francisco. Pero, oído lo oído hasta el presente, no puedo evitar traer a colación y parafrasear –ya que me he adentrado en el refranero y en los dichos populares– que “no creo en las meigas, pero haberlas, las hay”, es decir, que el Papa tiene abierta esa posibilidad, pero a la hora de la verdad no la va a aplicar.
E indicar –si fallara en este pronóstico, es decir, si Francisco procediera en conformidad con tal revolucionaria posibilidad– que no me quedaría más remedio que reconocer –con una inmensa alegría– que me he equivocado, al menos, en lo referente a la superación de un modelo –no se olvide que medieval– de ejercicio del poder unipersonal, absolutista y monárquico, adobado –como lo viene siendo estos últimos años– con una sinodalidad “escuchante”.