Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
En esta época caracterizada por la oscuridad y la ausencia de ilusión por el futuro, algunos buscan un haz de luz que devuelva la esperanza a los desheredados de los inicios de este siglo XXI, conocidos también por el alias de fumadores. Pobres descarriados que consumen sus vidas entre calada y calada, que arrojan a la atmósfera ingentes cantidades de CO2, que tiñen de negro sus pulmones y que convierten en sujetos pasivos a todos los que les rodean. Parias que han de esconder su vergüenza en la parte trasera de los restaurantes; seres clandestinos que merodean por los lavabos y que a veces son confundidos con sujetos proclives a ciertos “vicios”; cabezas de familia obligados a apurar el cigarrillo mientras sacan la basura; amantes apasionados a los que les niega el beso el ser querido; padres primerizos condenados a morderse las uñas; comensales frustrados por el efecto de una insignificante ceniza en la sopa nocturna; ancianos arrojados a la residencia por una inoportuna quemadura en el colchón.
Todos y cada uno de ellos arden en deseos de encontrar a su salvador, de toparse con el mirlo blanco, con el guerrero del antifaz que les librará de la esclavitud y con el filósofo que desarmará los argumentos de los pertinaces cruzados del antitabaquismo. Y en esa espera, se agarran como a clavo candente a ese alegato que sostiene que los fumadores generan riqueza y crean puestos de trabajo. Y no, no es una opinión, para ellos es un axioma.
Y para demostrarlo recurren a cuantificar el número de estancos distribuidos por nuestra geografía. Piensan en la ingente cantidad de bares y cafeterías que expenden el denostado veneno. Se acuerdan de los miles de trabajadores que recogen, manipulan, emboquillan y empaquetan el tabaco. Y qué decir del empleo de millares de médicos que dictaminan los males derivados de la ingesta de nicotina. Y de los herbolarios, curanderos, psicólogos, parapsicólogos, homeópatas y especialistas en medicina tibetana que ofertan el “desenganche” a los drogodependientes. Y a qué se dedicarían los conspicuos técnicos que viven de hacer estadísticas sobre la mortandad que provoca el tabaco. Qué sería de nuestra riqueza agropecuaria si el sufrido agricultor o pescador no pudiera sostener entre los labios la colilla del “trujas” mientras labra la tierra o faena en lejanos caladeros.
Y envalentonados por tanta evidencia, instan a nuestros gestores y políticos a que estudien en profundidad lo que denominan “economía del tabaco”. A que tracen una línea vertical y apunten en la izquierda los ingresos que genera y a la derecha los gastos que ocasiona. Y a que después, si tienen coraje y lo que hay que tener, que nos comuniquen el resultado a los sufridos consumidores. La verdad es que yo no tengo ni la más remota idea de cuánto hay en ello de revelación indiscutible o de falsedad interesada. Lo cierto es que a mí el humo del tabaco nunca puso ni me supo levantar. Eso sí, cada vez que oigo hablar del tema no puedo evitar que en mi mente resuene aquello de “fumando espero…”.