Por Arantzazu Ametzaga Iribarren, bibliotecaria y escritora
Mi ama, ávida lectora de periódicos, las mujeres vascas aprendieron a leerlos en su exilio pues no era bien visto que se entretuvieran en semejante cometido, levantó sus ojos castaños de El Universal, diario de Caracas, señalando el anuncio. La Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Caracas, ofertaba una nueva carrera, Biblioteconomía y Archivos. Derrocado el dictador Pérez Jiménez, se perfilaban horizontes amplios para la la Democracia y, entre tantas cosas como hacían falta y que un dictador nunca se ocupa de enmendar, era la revisión de los archivos para examinar el pasado y no repetir sus errores, abrir escuelas y bibliotecas para impulsar el avance educativo. El analfabetismo era muy alto y se aspiraba que los niños e las barriadas que rodeaban la ciudad en su ritmo petrolero, pudiera ilustrarse con la lectura, aprendizaje infalible para mejorar sus precarias condiciones de vida.
Fuimos juntas a la matriculación. La Universidad, fundada en 1721, trasladó su sede del centro de Caracas para erguirse en la hacienda Ibarra dedicada en la época colonial a la explotación de caña de azúcar. Debido a sus espectaculares pabellones, Aula Magna, Hospital, Jardines botánicos y Biblioteca central, hoy en ruinas, fue declarada Patrimonio de la Humanidad, 2002. El empeño era levantar una universidad pública de calidad donde la juventud, en democracia, diera salida a sus afanes, iniciando como novedad cursos nocturnos para procurar estudio y trabajo al tiempo. Ama, mujer de pocas palabras y pensamientos concretos, aseguró que esa rama de estudio me convenía y el tiempo le dio la razón. Me abrió la puerta al Paraíso.
El espacio que se me ofrecía era excelente: colecciones de mis amados griegos, las fuentes de la Historia y la Literatura -era el tiempo del boom literario latinoamericano con sus escritores de excepción-, y algo que captó mi atención: enciclopedias, los libros de referencia: Británica, Colliers, Espasa… la Italiana con sus magnificas reproducciones artísticas tan costosas en ese tiempo. Cada país país tenia su enciclopedia, como su aerolínea, comparación acertada pues ambas significaban despegue y comunicación. Hoy, desde la oferta de Wikipedia, extraño aquel deambular por la Biografía, Historia, Literatura… el olor a pegamento, papel, tinta, aquel ser pasajera de un mundo extraordinario pero que podía sostener entre mis manos.
Hubo un suceso que me enfrentó a otra realidad. La Caracas trepidante de los 60 padecía guerrilla urbana. La Universidad, celosa de su autonomía, confirmada por Ley en 1958, no aceptaba en su ámbito la intrusión de la policía, menos del ejército, por lo que se desarrollaban manifestaciones sin peligro de su intervención. En medio de esas tensiones, los estudiantes de Biblioteconomía hacíamos prácticas en el sótano de la Biblioteca, y recibimos la visita de unos animosos estudiantes que nos invitaron a cocacolas y arepitas de queso llanero, que aceptamos encantados pues rompía la rutina. Una vez compartido el momento social, regresé a mi tarea y debí quedarme sola. atrincherada entre las pilas de colecciones de periódicos de fines del S. XIX venezolano, absorta en el relato de la horrenda época esclavista de la humanidad negra, no resuelta con la independencia de la República. Para mi sorpresa y temor, atravesando el muro de olor del papel rancio y tinta agria de los viejos diarios, me llegó un potente olor a gasolina. Me levanté y atisbé desde mi trinchera documental, a los jóvenes visitantes muy ocupados en la tarea de rellenar las botellas de cocacola con un liquido ambarino, desde un bidón de plástico. Lo hacían en silencio y con maestría y uno de ello, desgarrándose la camisa, iba introduciendo tiras de trapo en su interior, a modo de mechas. No me habían advertido y cuando lo hicieron, quedaron perplejos de semejante testigo. El mas locuaz, el que habia ofrecido las arepitas de queso llanero, con sonrisa benigna avanzó hacia mi y exigió, a modo de orden, que no gritara ni llamara al guardián, que ellos solamente estaban preparando cocteles molotov para la protesta de la tarde, a la hora en que se ponía el sol.
Asustada, acerté a decirles que aquello era una biblioteca, un arsenal sí, pero de documentación para que hombres y mujeres deliberaran sus propósitos mediante el uso de la palabra, no de las armas. Ellos rieron, me miraron con compasión por mi idealismo, no es mas que una aspirante a bibliotecaria, aseguraron con desprecio, se mesaron el cabello y se compusieron las máscaras negras sobre sus caras. Aunque tenían prisa, su líder me explicó, mientras metía con cuidado las botellas en una mochila, que eran herramientas de valor, usadas en su día por los rusos contra los fascistas alemanes de la 2º Guerra Mundial. Ahora les tocaba a ellos, militantes de las FALN, imponer un orden comunista en Venezuela, tumbando al presidente Betancourt. Enaltecidos por sus palabras y por la acción a ejercer, salieron del almacén de la Biblioteca, rumbo a su propósito, en ordenada fila y total silencio, para perderse en la oscuridad de las escaleras.
Tarde en reaccionar. Mantenía el ánimo lacerado por las noticias recabadas en los periódicos añosos en los anuncios de dueños de esclavos reclamando seres humanos fugitivos como propiedad. Me alejé con paso lento de mi trinchera histórica, divagando por el espacio de libros y publicaciones periódicas desplegados ante mi. Toque con mis manos los volúmenes de las enciclopedias, los Atlas que señalaban el mundo a una escala pequeña, las carátulas del Prometeo Encadenado de Esquilo, de los versos de Pablo Neruda, Gabriela Mistral, de Walt Whitman y su poema No te detengas, el de Almafuerte y su No te rindas, el pequeño folleto que contenía la a inmensa Declaración de los Derechos Humanos del 48… la Biblia y sus Salmos, el Capital de Karl Marx y El miedo a la Libertad de Erich Fromm. Restablecí en mi memoria el horrible crimen de Gernikaque provocó el exilio de mis aitas en la Europa militarista de su tiempo. Consternada, sentí como nunca el deseo de ser una bibliotecaria que hiciera llegar el mensaje aleccionador de semejantes logros del pensamiento humano a los jóvenes que exponían su vida e intentaban liquidar las de los demás con violencia. Impacientes no querían elecciones, obsesos, pretendían implantar su orden de vida y ordenamiento social con cocteles molotov.
Fue mi momento de revelación. Palpar el quid de mi profesión. Elegir la vía modesta de iluminar e ilustrar desde el conocimiento de los procesos humanos y su mas que lenta evolución en pro de la dignidad y justicia, frente al loco afán fulminante de arreglar el orden del mundo con la mecha de fuego. Salí de la Biblioteca a puntillas y escuche el alboroto de la lucha en los confines de la Universidad, por los lados de Bello Monte, más allá de los bucares florecidos. Más allá de la razón y en medio de la impaciencia por reivindicar derechos legítimos, pero sin el fundamento del conocimiento, del concierto, del pacto y la conciliación. Sentí compasión por la impaciencia de los jóvenes y angustia por la demorada tarea humana en pro de sus reivindicaciones esenciales. Eterno debate de la gasolina que inflama y explota contraste al papel que instruye desde la paciencia. Me acerqué al reloj símbolo de la UCV, con sus 25 metros de altura y me senté allí, en aquella tarde de mi revelación, pensando cual podía ser la medida entre la impaciencia de arreglar el abuso y el tiempo justo para hacerlo. El sueño y el despertar. La reclamación y la aceptación. La cobardía y la audacia. De pronto, un sutil aroma a caña de azúcar me llegó, desde más allá de las bases del reloj, del fondo de la tierra que una vez fue de esclavitud pero que ahora era tierra de redención intelectual.