Por Mikel Pulgarín, periodista y consultor de comunicación
La ciudad chilena de Valparaíso se ha vestido de gala para debatir sobre los hambrientos del mundo. Durante varios días, esta localidad portuaria del Pacífico Sur se ha convertido en centro de ejercicios espirituales para reflexionar sobre los más desfavorecidos de la tierra, es decir, las tres cuartas partes de la humanidad. Los ricos también estaban allí, pero tan arrepentidos de serlo que algunos los han tomado por indigentes. Todos eran invitados de honor de la II Cumbre Mundial de Parlamentarios contra el Hambre, impulsada por la FAO.
Ironías de la historia. Los representantes del primer mundo ejercitando el acto de contrición y dolor de los pecados, reconociendo culpas y entonando el nunca jamás, y los abanderados del mundo real, el de los miles de millones de sufridores, irónicos, con la actitud burlesca que da la miseria y las penalidades.
Después de casi 235 años de Revolución Francesa (Igualdad, Libertad, Fraternidad), de ser herederos del siglo de las luces, de reconocer las teorías de Darwin, de seguir las conclusiones del Concilio Vaticano II, de convertirnos en postmarxistas, en feministas convencidos, en proselitistas de la Teología de la Liberación, en yuppies decentes, en antirracistas militantes y en demócratas de toda la vida, resulta que todo ha terminado en aguas de borrajas. Las cosas no han mejorado en el mundo.
Los pobres son tan pobres como antes. Los ricos son mucho más ricos, aunque sea a costa de aburrimiento, depresiones y desasosiegos. La gente de un hemisferio se muere mucho antes que los habitantes del otro; los niños de color (el blanco es el único color incoloro) tienen muchas menos oportunidades de llegar a adolescentes; las mujeres que no lucen medias de seda tienen más posibilidades de ser maltratadas y humilladas; los viejos del mundo marginal…, bueno, en ese mundo no hay viejos.
Esto no es cosa de ideologías, creencias o afinidades políticas. Es cuestión de estómago. Quizás nos encontremos ante una ley física, un principio matemático: para que 1.000 millones vivan, 6.500 deben malvivir, que es lo mismo que morir. Este mundo se ha convertido en un infierno para millones de seres humanos. No es justo. Estamos en el tercer milenio y los diablos del miedo, el hambre y la desesperación siguen dominando la tierra. O le ponemos remedio o la humanidad, entendiendo como tal al conjunto de seres con capacidad de sentir y de razonar, volverá a ver cabalgar a los cuatro jinetes del Apocalipsis que tan bien describió Blasco Ibáñez. No es cosa de política, ideología o credos. Es tan sólo una cuestión de estómago. Yo siento el mío cada día más revuelto.