Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Al animal humano siempre le ha temblado la tierra bajo los pies. Sus representantes, machos o hembras, han consumido existencias entre continuos sobresaltos. Cuando no era un terremoto impetuoso se trataba de un mamut desbocado, de la amenaza de un cromañón furibundo, ajeno a la Teoría sobre la Evolución de las Especies, o de las quemaduras de primer grado producidas por la tan arraigada costumbre de ir en busca del fuego sin llevar la protección adecuada.
Con el paso del tiempo no sólo no menguaron los motivos de angustia, sino que crecieron de manera desmedida las oportunidades para que éstos se produjeran. Aparecieron primero las pestes, las guerras, las hambrunas y las libidos desmedidas de algunos señores feudales; vinieron después los crack bursátiles, los holigans y los reality show televisivos; y continuaron, por último, las consecuencias derivadas de las peculiares interpretaciones que algunos hicieron del Mandamiento “Amarás a tú prójimo”. Desde entonces, la sola pronunciación de frases como “te están moviendo la silla” o “van a segarte la hierba”, provoca a quién las oye -sin que pueda hacer nada por evitarlo- la mayor de las incontinencias intestinales.
El receptor de las mencionadas palabras sabe muy bien que el emisor no se está refiriendo a la remodelación que proyecta practicar en el mobiliario de la casa, ni al coleccionable de jardinería que regalan con el ejemplar del periódico del domingo, sino a cosas muy diferentes, de esas capaces de poner los pelos de punta al mayor de los alopécicos. Sólo superados en contundencia por las austeras “hacer la cusqui” y “le huele la cabeza a pólvora”, esos términos constituyen aquí y ahora el paradigma de la ansiedad, del peligro en ciernes, la peor de las amenazas posibles y la simbolización más palpable de los demonios que acompañan a lo más temido.
Ya no hay volcanes, huracanes o maremotos que exorcizar. Las bestias salvajes que acechaban en la oscuridad se extinguieron. El origen del terror habita aquí al lado, enfundado en un buzo de Mahón o en un traje de Armani. No necesariamente tiene rostro monstruoso. A veces se esconde tras una sonrisa “profident” o un perfil helénico. En algunas ocasiones circula parapetado con cara de velocidad en vehículos apilados en una caravana. En otras duerme en la misma cama que su víctima. A pesar de que cada vez muestra menos su faz primitiva y visceral, aunque propina con mayor precisión sus zarpazos desgarradores y sibilinos, acecha sin descanso escondido tras una máscara el momento propicio para lanzar su ataque, para mover la silla en la que se sienta su congénere o para cortar el césped que pisa su vecino, eso sí, sin avisarle de la conveniencia de “poner pies en polvorosa”.
La tierra sigue temblando bajo los pies del género humano, y lo seguirá haciendo en este nuevo milenio. Pero ya no es la Naturaleza la que provoca el seísmo, sino el afán de los seres humanos por participar al unísono en un ritual macabro, en una danza en la que todos terminamos bailando con lobos, con nuestros hermanos lobos.