Por M. Urraburu
Una mayoría en la crítica contra el poder y sus comportamientos reprobables no necesita de acuerdos ni comprobaciones previas: este’ en el ambiente en que uno este’, puede lanzar sus opiniones sin temor a crear conflictos o encontrar voces discrepantes. Todos pertenecemos al mismo club, el de los afligidos con derecho al pataleo, de modo que tenemos la certeza de que nuestras críticas reflejan el sentir común. Han desaparecido las cautelas que antes aconsejaban pronunciarse con prudencia y mantener silencio hasta no conocer de qué pie cojeaba el otro. Ahora la presencia del enemigo común –el político – garantiza que cualquier opinión contra él será bien recibida porque todo se reduce a un discurso único, quizá algo generalizador y un punto de maniqueo, pero sobrado de motivos. No hay porque dudar de la legitimidad de este punto de vista cuando quienes lo adoptan son personas integras, responsables en su trabajo y en su vida. Pero junto a ellos hacen coro otros individuos menos ejemplares que encuentran en la situación una oportunidad para camuflarse en la colectividad de los buenos.
Sin duda tenemos una opinión demasiado favorable de nosotros mismos. Es algo que nos empuja a atribuirnos una reputación mejor que la que reconocemos en los demás.
Como todos los mecanismos del autoengaño, su efecto es tranquilizador. Sirve para ayudarnos a soportar la corrupción que viene de arriba, sino también de responsabilidad en nuestras pequeñas o grandes picardías. Son ellos, los poderosos, quienes trafican con dinero negro, y favorecen inconfesables intereses privados. Nuestras facturas sin IVA y nuestras bajas laborables injustificadas no pasan de ser, en el peor de los casos, reacciones defensivas forzadas por la necesidad de sobrevivir en una atmosfera irrespirable.
La virtud, por definición, está de nuestro lado. Nunca como ahora nuestras críticas, por bárbaras que suenen han estado tan avaladas por la creencia en una superioridad moral sin lugar a duda.
Y, así, aumentando nuestra complacencia, ya que somos víctimas inocentes de la maldad ajena, la justicia y la reparación caerán de nuestro lado. En la medida que censuremos a voz en grito las fechorías de los “otros”, crecerán nuestros merecimientos y con ellos cobran cuerpo la fantasía de que en el futuro las cosas tendrán que irnos mejor. Carece de toda lógica, pero a falta de remedios mejores ofrece algo de consuelo.