La visita a estas cataratas, en el ranking de una de las siete maravillas naturales del mundo, era uno de los objetivos de mi reciente viaje a Argentina. Para no excederme en el presupuesto, el vuelo interno desde Buenos Aires, lo había adquirido con antelación al módico precio de 100 euros ida y vuelta, y para realizar el mismo día, dado mi escaso tiempo disponible.
Es factible puesto que el trayecto apenas dura una hora y desde el aeropuerto de Iguazú a la entrada del parque no se demora más de 20 minutos.
Con un otoño en ciernes por aquellas latitudes, el colorido de verdes, ocres y amarillos en la jungla, ya de por sí es un espectáculo, al igual que el color rojizo de la pista que nos acerca a la entrada, húmeda, por las torrenciales lluvias que no cesan y que han causado importantes inundaciones en el aledaño Brasil.
No es temporada alta, por lo que la afluencia de turistas es moderada, y el aparcamiento no presenta más de un par de docenas de visitantes y media de vehículos. También he de reconocer que he madrugado, porque en mis viajes, sigo a pie juntillas el refrán “a quien madruga Dios le ayuda”.
Provista de paraguas, chubasquero, ropa transpirable, calzado cómodo, una botella de agua y rociada en abundancia de repelente para mosquitos; mi guía y yo dejamos atrás tiendas de souvenirs y cafeterías y atravesando los tornos, nos adentramos en esta nueva aventura. (Precio de la entrada 20 euros).
El paisaje de jungla espesa continúa, pero se encuentra más civilizado; preparado. Con bancos, papeleras y caminos señalizados por los que avanzamos, hasta llegar a una miniestación de la que sale un mini tren. Sinceramente, todo me parece de juguete.
En un par de minutos, arranca el trenecito colorista de madera, que, a velocidad ralentizada, nos acerca a nuestro destino. Un recorrido que ha sido cercenado, porque las lluvias han destruido las pasarelas de uno de los puntos estratégicos de las cataratas: La Garganta del Diablo”, y carece de sentido que nuestro trenecito prolongue su trayecto, hasta que estén rehabilitadas. Llegando a nuestro destino, nos apeamos y nos diluimos.
Existen dos recorridos para la observación de este prodigio de la naturaleza y que avistan respectivamente las cataratas, desde ángulos superiores o inferiores. Mi guía, de nombre Magno, me sugiere el inferior, para ir en contra de la mayor cantidad de turistas.
Y así es, no yerra, porque mientras recorremos pasarelas y bajamos escaleras adentrándonos en el parque, apenas nos topamos con visitantes.
Lo que sí hacemos es sentirnos acompañados. Por el sonido de infinidad de pájaros, y de una molesta avioneta que al parecer ofrece el avistamiento turístico de las cataratas desde el cielo. Tampoco nos abandonan los mosquitos.
Pero se nos añaden nuevas e imprevistas compañeras: mariposas de mil colores, tamaños y formas, que considero en mi particular cuento de Peter Pan, las “Campanillas” de estos lares.
En ningún caso hurañas o temerosas, sino muy al contrario, empáticas y cariñosas, se nos posan por doquier, sin mayor esfuerzo por nuestra parte, que tender la mano.
Su aleteo mágico forma parte del lugar y queda envuelto en el estruendo, que anticipa una obra de arte intangible.
Doblar un recodo, la última escalera y cemento en explanada, para conformar un mirador denominado Bella Vista.
Es mi primer contacto con la inconmensurable belleza. Esplendor, fuerza y riqueza. Cordillera de agua, que se despliega como un abanico, como la cola de un pavo real ante tus ojos. Es tal su magnitud que me quedo perpleja. Nada de lo dicho, visto u oído, se aproxima a la vivencia. Al sentimiento de relatividad, de lo insignificantes que somos, y, por el contrario, de su magnificencia.
No recuerdo el tiempo que transcurre mientras las contemplo, como un imán resulto atrapada, y mi vista la recorre de derecha izquierda y viceversa. El lado brasileño, la isla de San Martín, el lado argentino (en donde radican en más del 80%, a tenor de las explicaciones de Magno).
Sus inicios de lava, sus originales propietarios, vizcaínos, antes de ser expropiadas, y su movimiento debido a la erosión y a través de millones de años.
Todo me resulta de interés, pero las palabras continúan en un lejano plano, porque el oído en ningún caso puede superar al sentido de la vista que se mantiene hechizado, idiotizado ante tal barbarie de hermosura.
Logran desviar mi mirada un par de coatíes, que permanecen al acecho, por si, y aunque prohibido, algún turista torpe les ofrece una chuchería.
Pero su distracción se demora apenas unos segundos y de nuevo mis ojos se zambullen cual sirenas, en aguas que saltan, se arremolinan y discurren, con sobrenatural poderío.
Confluyen más turistas y Magno me recuerda que el trayecto se prolonga más de tres horas y que el calor arreciará, al igual que lo hará la humedad. Y me despega del lugar, como un mejillón de una roca.
De nuevo a la estrecha la pasarela y a la sombra de la inconmensurable jungla. Continúan revoloteando las mariposas, que no solamente adornan, sino que forman parte indisoluble de Iguazú. Sin ellas, la fantasía del parque no llegaría a tales cotas, ni tampoco su exquisitez. Delicadas y deliciosas criaturas, que se convierten en las más frágiles y cómplices amigas.
Nos detenemos para enfocar desde otro ángulo. Y descubro un barquito diminuto en las profundidades. Azotado por aguas sin remanso y con torbellinos, es un paquete extra cargado de adrenalina, que se oferta y al que he renunciado, por no mantenerme con la ropa mojada horas y horas, hasta que, de madrugada, pueda abrir la puerta de la habitación de mi hotel.
Más miradores y más saltos y cascadas, todos ellos de hermosura desbordante, intimidante belleza, paleta en mil verdes y azules, pintando un lienzo extraordinario y que fugazmente resulta rubricado por el arco iris.
Un receso en el camino, antes de abordar la senda superior. Rutina de agua impetuosa, estruendosa, que discurre por todos los lados, que nos acorrala. Superficie de cristal tonalidad terracota, convertida en espuma que se desprende, mientras nos salpica el preciado y abundante elemento.
Todo y todos hemos quedado subsumidos en este paraje, imantados por lo sublime y lo irrepetible. Apenas somos conscientes de que el cansancio hace mella, porque el sol y la humedad continúan infatigables.
Considero, por tiempo y condiciones, que la visita del lado brasileño no es una opción y me decanto por almorzar en único resort que existe en este espacio protegido.
Instalaciones y profesionales de primera, para degustar hamburguesa y tiempo de otra manera. En una terraza también de ensueño, con vistas a la mencionada e icónica garganta.
Esta vez y a escondidas, me permito la chiquillada de arrojar algunas migas, a los pájaros exóticos, que pedigüeños me presionan con sus miradas.
Por un momento las echo de menos y las busco. Reconfortada las encuentro posadas en el cristal de la barandilla. Como yo, ellas también descansan y contemplan, creo que conscientes, del privilegio de sentirse libre y vivo. Del privilegio de existir.
Cristina Maruri