Por Manuel Montobbio.
Nos dice Jullien en De la vraie vie – publicado en castellano por Siruela como De vera vita. Pequeño tratado para una vida auténtica – que vivimos en una apariencia de vida, de la que aparentamos no darnos cuenta. Y sostiene que es la misión del filósofo, el artista, el pintor, el poeta, cortar la cuerda que nos mantiene a esa apariencia ligados, desvelar lo velado. Como si viviéramos una falsa vida, una no-vida segregada por la vida en la que estamos inmersos, como una inmensa goma de borrar que nos implica aprehender, vivir la verdadera vida que tal vez siquiera olvidamos por no vivirla, tal vez siquiera sospechamos.
Verdadera vida que a veces captamos, entrevemos, a través de la poesía, siquiera sea en la eternidad de un instante. Verdadera vida velada, condicionada en su aprehensión, por la lengua pensamiento en la que estamos inmersos, que sólo podemos captar en la negación, en el distanciamiento, el descarte de lo que no es. Condicionada, en la perspectiva, la tradición europea, occidental, por su concepción como búsqueda de la satisfacción, de la felicidad, que con tanta facilidad se esfuma, se vacía cuando se sacia, por la persecución del ser, la ambición de hacer que sea lo que no es, de realizar ideas en la Historia, por el wozu, la dirección o tendencia a la tiende. En su propia etimología – ex-sistere – existir nos lleva hacia fuera, tal vez hacia el absoluto encarnado por Dios, la finalidad que le dé sentido – significado, sentimiento, dirección – y con ello plenitud. Mas la vida transcurre como el vino en el tonel de Sócrates, agujereado en el fondo, por el que fluye entre el vacío y la plenitud. Discurre la verdadera vida entre ambos extremos: entre la satisfacción y la insatisfacción, entre la realización y el vacío tenemos que aprender a entreverla, a vivirla. Sin dejarnos absorber por el empirismo ni por el idealismo de la Metafísica; pues ni en la vida realista ni en la vida realizada encontraremos la verdadera vida. Ni tampoco en la vida buena, la vida bella o la vida feliz: la verdadera vida no se tiñe de adjetivos, como el agua no se impregna de colores, aunque todos puedan verse a través de ella. Sólo liberándonos de los adjetivos de los que queremos teñirla, con que intentamos realizarla, de la felicidad o satisfacción que perseguimos, de su necesidad para vivir verdaderamente la vida, podremos comenzar a vivirla. Contemplando ese ex-sistir como un precioso recurso para llenar el tonel, sin necesitar que esté lleno. Fluir es vivir, llenando sin que llegue a rebosar, vaciando sin que llegue a vaciarse. La verdadera vida, nos dice Jullien, no está en el paraíso; o, si se prefiere, el paraíso no está en otra parte.
La verdadera vida sólo resulta posible cuando rechazamos perder la vida. Vida perdida: vida resignada, vida deslizada, vida alienada, vida reificada. Resignación que nos lleva al olvido de los posibles, de las puertas que pudiéramos abrir y sin embargo no vemos. Vida deslizada en el olvido de lo que potencialmente pudiera ser la vida, se deja engullir por el ser como el simple estar aquí, el aceptar lo que es, y al hacerlo renunciar verdaderamente a ser. Vida alienada no sólo en el sentido material del marxismo; sino en el existencial, como vida del otro que llevaba mi nombre, decía incluso vivir o no-vivir mi vida, pero no era verdaderamente yo. Vida reificada, consumida, proyectada en las cosas que nos obsesionamos en tener, en consumir; como si en ello nos fuera la vida, como si con ello en verdad la viviéramos. Pues quien cede al deseo de la posesión de las cosas y hace de ello su impulso vital, es poseído por éstas. Obra de teatro por otro – ¿sabemos quién? – escrita, que, sin embargo, sin siquiera quererlo, interpretamos y no vivimos. Pues no vivimos así verdaderamente la vida; y sólo podremos vivirla desde y a partir de la des-resignación, el des-enlizamiento, la des-alienación, la des-reificación.
Es ese “des” un descubrimiento: del velo, de la resistencia de la no-vida a dar paso a la verdadera vida. Y para hacerlo, para sentirla, para encontrar la llave, para conectarnos con ella, recurrimos a la emoción, y recurrimos al arte. Emoción del encuentro en la verdadera vida; o, por decirlo en términos de nuestra tradición occidental, de sentir el alma universal en cada uno de nosotros caída, en que habita lo eterno. Emoción descubridora y desreificadora. Arte para captar el alma, para descubrir, para descifrar y descosificar la vida. Para intentar vivirla.
Intentar vivir, cada uno, cada una. Pues, como nos dice Jullien, podemos enseñarlo todo; mas no a vivir. A vivir debemos aprender cada uno, cada una. Y no podemos hacerlo sino intentando vivir. En el ensayo, en la tentativa, la experiencia, adentrándonos por caminos no recorridos, rechazando la muerte, y a la no-vida. Desde la muerte que viene y frente a ella; pues es en esa tensión entre la vida que surge y la muerte que viene, que se abre en el espacio de la verdadera vida, el pozo por el que llegar a ella, se enciende la luz que la ilumina. Desaprendiendo la pseudo-vida que creíamos vida, buscando en la vida la única fuente y horizonte, rechazando no sólo la muerte que sucede al impulso vital, sino también y al tiempo la que se nos instala por dentro. Vivir es intentar vivir, aprender a vivir; y sólo podemos hacerlo a partir del rechazo de la no-vida. Viviendo en ese rechazo, ese rechazo. No es una opción moral; sino estratégica. La opción.
No se opone el pensar al vivir; sino al contrario: requiere la verdadera vida del verdadero pensamiento. El que piensa lo impensado, se adentra en lo oscuro y lo ilumina, va más allá. Pensando lo no pensado podemos vivir lo no vivido. En su pensar mismo, y a partir de él. Pensando lo impensado podemos pensar la vida por vivir. Pensando lo no pensado podemos vivir lo no vivido, conocer lo desconocido, aprehender lo inaprehendido. Sólo intentando pensar, intentado vivir, podremos aprehender lo inaprehendido, escuchar lo inaudito, percibir lo imperceptible, vivir la vida.
Y para ello y por ello, desde ello, adquiere paradójicamente sentido esa vida no vivida, esa no-vida o pseudo-vida que rechazamos seguir viviendo; pues y como hay que haber vivido el tiempo perdido para vivir el tiempo reencontrado, para en él, desde él encontrarlo, esa verdadera vida esclarecida, revelada a Proust en la antesala del baile del Príncipe de Guermantes, la única vida – como nos dice – a cuya luz ningún tiempo es perdido, pues en nosotros habita, más allá del ahora vive siempre y para siempre la vida.
Es ese rechazo, esa no resignación, ese distanciamiento – como nos advierte Jullien desde su formación en la tradición de pensamiento china -, ese desvío, una opción estratégica para seguir mirando la realidad, y la vida, no para apartarse y encerrarse en otra no-vida, otro pensamiento-prisión; sino para seguir avanzando en la tensión entre el nacimiento y la muerte, entre el tonel vacío y el tonel lleno, fluir como una gota de agua en el río de la vida. Mirar con una mirada nueva, intentar vivir como hasta ahora no hemos vivido, sentir que todo es posible, que la vida es un papel en blanco y está por escribir al terminar estas líneas.
Decir no a la no-vida, rechazarla, es al tiempo decir sí a la vida. Des-cubrirla, des-resignarla, des-enlizarla, des-alienarla, des-reificarla. No permitir, en cada momento, que vuelva a ser recubierta. Decir sí a la vida es decir sí a la poesía; y es decir sí al amor.
Decir sí a la poesía, pues sólo desde la poesía podemos captar, evocar, la ausencia de la verdadera vida, hacerla presente, escuchar su eco. Sólo con ella podemos iluminar la profundidad del alma que nos habita por dentro, despertarla, hacerla presente. Pues, como nos señala Jullien, si la prosa se instala en lo que se deja animar por la presencia, la poesía nos permite captar en ella lo ausente. Captar esa herida original, ese anhelo primero en el paraíso abandonado o perdido, esa verdadera vida que queremos vivir. Que podemos vivir, si intentamos, si podemos hacerlo en clave de poesía. Poéticamente.
Decir sí al amor, pues sólo podemos vivir la vida en la vida. La de los otros seres humanos, la de los demás seres vivos, la del planeta. La vida llama a la vida, la vida engendra la vida, y no tendrá nunca fin… La vida engendra la vida en el amor, en el que la vida se funde con la vida y va más allá. Nos decía Seferis que un alma sólo puede contemplarse en el espejo de otra alma, sólo en ella, con ella, puede del todo ser. Sólo en el otro, con el otro, podemos vivir verdaderamente la vida. Sólo desde el amor, en el amor al otro, a los otros, podemos vivir verdaderamente la vida. Sólo desde el amor, en el amor a la vida, podemos vivir verdaderamente el amor; amar verdaderamente al otro, a los otros. Vivir desde el amor, en el amor: vivir la vida. Enamoradamente.
¿A qué esperas?