Por Montxo Urraburu
La calle es ,y siempre será, considerada como lugar público , donde los humanos racionales y en ocasiones los otros, paseamos, nos saludamos, nos miramos y luego, si te he visto no me acuerdo. Es lo que hay: todos se conocen pero se ignoran; todos se necesitan pero nadie se atreve a confesarlo; todos viviendo juntos pero evitando el roce.
Los hombres se fijan en las mujeres; siempre ha sido así. Y según la manera de mirar se sabe, dicen ellas, la clase de hombre que es, porque los ojos son también, según ellas, el espejo del alma. Quien al paso de una mujer se queda mirando al cielo, a un escaparate o a cualquier cosa que no sea a ella, es un tímido incapaz de mirar cara a cara a nadie y tiene lo que se merece. Quien mira a una mujer cuando se aproxima, y al cruzarse con ella distrae su mirada hacia otro lugar, es un cobarde que no merece una mujer; quien, por el contrario, mira a la mujer de frente, examinándola de arriba a abajo y de derecha a izquierda, es un atrevido, un insolente, un mal educado, un depravado o, como vulgarmente se dice “un salido”.
Ellas, por supuesto, siempre saben que las miramos. No sé cómo lo utilizan pero, poseen un sofisticado radar que detecta miradas antes de que se produzcan, antes incluso, de que sean miradas. Y a nosotros, no sé porque, nos queda un sentimiento de culpabilidad y quizá de vergüenza cada vez que las miramos, como la de quien ha descubierto la fruta prohibida. Los hombres hablan con otros hombres sobre las mujeres, porque por encima de razas, profesiones, credos e ideologías, esta la solidaridad de sexo.
Ellas se han dado cuenta de que somos el animal más simple y previsible de la naturaleza. Y el más débil, por supuesto.