Por Carlos Martín Beristain vía La Silla Vacía
Hay un mapa del mundo que ayuda a entenderlo. No hay fronteras fijas, ni mares que lo bañen, pero hay muros y abismos de océano que lo dibujan. En los abismos, el sentimiento es desolación. Entre tanto naufragio hay una búsqueda incesante de tierra firme.
La exclusión social y económica del colonialismo dejó una estela de resignaciones y rabias que se fueron colando en la vida de la gente, a veces como un gota a gota, otras como torrente que lo arrasa todo. Las bocanadas de aire fresco de la alegría por la liberación, duraron poco bajo los escombros del asesinato de Lumumbas o Sankaras. Otros colonialismos se construyeron desde adentro, en estados nuevamente excluyentes o con nuevas fronteras de sentimientos, el de pertenencia, esta tierra es nuestra, te vas. En las últimas décadas, esta geografía emocional es la que hace saltar las barreras para la migración, no son solo las precariedades económicas ni la asfixia política. La gente busca un horizonte.
Los mapas de sentimientos son muy variables. Cambian a veces en momentos o coyunturas. De Rivera habla de las reacciones y de clima emocional y poniendo una tendencia en el tiempo de menos a más, hasta una cultura donde las emociones se instalan y se transmiten. Hay rachas de miedo y odio, como tras el atentado del 11 de marzo en Madrid, que supuso una ola de estupor y de rechazo generalizado pero que mostró esa parte de conciencia que seguimos necesitando, y más grande de solidaridad, y empujó a llevar ante la justicia a los autores.
Cuando acecha el miedo, la peor receta es estigmatizar a todo un colectivo o un pueblo, sea vasco, iraquí, israelí o palestino. La respuesta frente al miedo se convierte en algo más grande de sí misma, una fobia colectiva como una versión extendida de la amenaza a la vida y la convivencia, a veces hasta ahogarlas.
Hay un antes y un después de heridas que marcan la historia, y una multitud de otros traumas aun antes y después. Martín Baró nos enseñó que tienen una dimensión psicosocial, que teje y a veces anuda, a personas y sociedades. La Declaración de Derechos Humanos, de la que se conmemora este año en este 75 aniversario, es un plan siempre inconcluso, un mapa de sentimientos positivos para la humanidad. Ayuda a analizar y reivindicar, a sentirse parte de un sentimiento colectivo de respeto que hace que haya que pelearlo cada día.
Una fiesta convertida en el horror de la caza de la gente. Bombardeos contra la población civil en los que el botón de la distancia no deja sentir la responsabilidad de quien los comete. En su Diálogos de refugiados, Bertolt Brecht habla de la dignidad de los actos fallidos, cuando el piloto decide en el último momento un gesto de humanidad que desvía una rayita el disparo y las personas que viven bajo ese edificio pueden respirar. Hoy en día, el mérito es la implacabilidad.
La geografía de los sentimientos extiende el del agravio por el mundo. No lo producen solo los que ejecutan el mal a gran escala, sino los que lo justifican o desprecian la dignidad humana minimizando el dolor mientras dudan del sufrimiento que todos vemos, cuestionando las estadísticas.
En este 75 aniversario no solo están sepultándose los artículos que la habitan, llenándose de sangre, desgarros y cascotes. Es el papel en que fueron escritas el que se está destruyendo, el papel que como cuenta Eduardo Galeano en su Memoria del Fuego, los indígenas guaraníes llamaron la piel de los dioses. Es el acto fundacional que se expresa en su preámbulo, donde dice a quién pertenece: “Nosotros los pueblos…”
Si la Francia de los derechos humanos prohíbe manifestarse, el ejemplo para todos estará tomándose el poder sobre nuestras vidas. Nada de lo que se diga a partir de ahora tendrá ese valor que reclama John Berger de que nombrar lo intolerable convoque a la acción. Wole Soyinga, el escritor nigeriano premio Nobel de Literatura, señalaba hace años que considerar los derechos humanos como algo de Occidente constituye un voto favorable al Poder contra la comunidad de la Libertad.
Como en el poema de Martin Niemöller, de cuando vinieron a por los comunistas yo no era comunista, o cuando vinieron por los judíos no dije nada porque yo no era judío, habría que añadirle un verso sobre los palestinos a ese final de cuando vinieron por mí no había nadie para protestar. Solo la movilización social y los lazos entre geografías de sentimientos pueden evitar el desastre que ya está aquí. Las conquistas frágiles de derechos y convivencias, necesitan ahora pasar de la dimensión del poema a una coral. Para que no se nos olvide, la declaración de Derechos humanos es la única que se llama universal.