Por Joaquim Bosch, magistrado
Casi nadie renuncia a sus privilegios sin ofrecer resistencia. Los avances en materia de derechos suelen generar tensiones que a veces ocasionan retrocesos: los progresos no son lineales, sino del estilo de dos pasos adelante y un paso atrás. Y, en materia de lucha contra la violencia machista, las resistencias se han ido incrementando de manera sensible.
En los últimos diez años han sido condenados por violencia de género en nuestro país cerca de 300.000 hombres. Se trata de una cantidad enorme, derivada de la legislación específica, en un ámbito en el que anteriormente existía bastante impunidad, salvo en los supuestos más graves. Nos encontramos ante hábitos muy instalados en determinados parajes de nuestra sociedad. Además, son conductas que se perpetran en contextos en los que históricamente ha existido escasa conciencia de actuación delictiva y demasiada minimización de la gravedad de las agresiones machistas.
Estamos hablando de cifras de considerable impacto social. Debemos añadir que los penados cuentan con familiares, vecindario y amistades. El espacio de irradiación es amplísimo. Todo ello ha generado verdaderos movimientos de rechazo a las medidas específicas de protección de las mujeres maltratadas. Y esa repulsa ha sido impulsada por los sectores sociales que se sienten damnificados por los cambios legales. Al tratarse de un malestar de cierta magnitud, ha sido aprovechado e instrumentalizado por los espacios del machismo organizado de nuestro país, que siempre ha reaccionado con irritación a las mejoras en materia de igualdad.
Las resistencias no buscan eliminar este grave problema. Solo intentan esconderlo. Los datos oficiales nos dicen que en la violencia en la pareja el 95% de los condenados son hombres y que también son varones casi el 100% de los condenados en la violencia sexual. Cerca de 1.200 mujeres han sido asesinadas desde 2003. Negar esta forma de violencia es un signo habitual de machismo, porque los datos son muy evidentes. Representan una clara situación de asimetría estructural y una manifiesta desigualdad de tipo discriminatorio en contra de las mujeres. Es poco edificante esa insensibilidad hacia el sufrimiento de tantísimas víctimas.
La fórmula más reciente para camuflar esta patología social es suprimir la propia denominación de la violencia de género. Se pretende así incluirla en el ámbito de la violencia familiar. Se asegura con bastante simplismo que las agresiones contra las mujeres no presentan características que las distingan de los maltratos domésticos. Es una manera de invisibilizar la realidad de las agresiones machistas. Así se anula la sustantividad propia de estos delitos. Lo cierto es que la realidad social y la naturaleza de la violencia contra las mujeres nos muestran que se trata de una conducta delictiva con rasgos muy distintivos.
Las cifras también aquí son elocuentes. Del total de la violencia que se produce en la esfera familiar, las agresiones machistas suponen el 83%. En cambio, la denominada violencia doméstica solo representa el 13% (las agresiones de padres a hijos, de esposas a maridos y de hermanos entre sí, entre otras). Supone un contrasentido pretender abolir la categoría ampliamente mayoritaria para que desaparezca y se diluya en la minoritaria.
Por otro lado, las agresiones machistas presentan sus propias particularidades: se trata de una violencia ejercida contra las mujeres por el hecho de ser mujeres. No resulta equiparable a las distintas formas de violencia familiar, como destacan los convenios internaciones suscritos por el Estado español. Los instrumentos internacionales subrayan la diferencia entre el sexo y el género. El sexo alude a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres. En cambio, el género estaría integrado por “los papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres”, como indica el Convenio de Estambul, el tratado más importante sobre la materia en el ámbito europeo.
La violencia de género responde a construcciones culturales que existen en todas las partes del mundo. En el marco de esa distribución de roles discriminatorios, las estructuras sociales en materia de género provocan esta forma de violencia. Por ello, resulta imprescindible visibilizar esas agresiones, a través de medidas específicas de protección y sensibilización pública. La negación de la violencia machista y la erradicación de ese tratamiento específico suponen un retroceso relevante en la lucha contra esta lacra.
Lo que algunas voces califican como dictadura feminista o ideología de género es simplemente el contenido de los tratados internacionales suscritos por nuestro país. De hecho, el negacionismo español se inspira en los países que rechazan la perspectiva de género y no aceptan el Convenio de Estambul. Es un camino que nos conduce a las concepciones de Hungría y Turquía. No parece un viaje especialmente atractivo para los derechos de las mujeres.